El proceso creativo en el que habito cuando estoy cocinando una nueva obra teatral requiere que, por unos meses, la “realidad” sea abandonada. Mejor dicho, reemplazada. Son días donde los pensamientos miran con curiosidad hacia la nueva ficción, desnudándola, provocándola. Mañanas, tardes y noches recorridas en piloto automático.
Dejando de lado los afectos, lo más interesante pasará por la parte interna de mi cráneo. ¿Qué por qué lo sigo haciendo? Para seguir jugando. Tan simple y envidiable como eso.
Un poco por mis interminables limitaciones y otro tanto por esta sana costumbre por querer hacer las cosas bien, necesito bajarle las persianas a las rutinas y sumergirme en una actividad que, más allá de lo placentero, cansa y, a veces, duele.
No obstante, hacia el final de la primera etapa del proceso, donde los ensayos son un escarbar constante en un cuerpo ajeno (“Lombrices”, la obra, se estrena este próximo 18 de septiembre), preciso renovar el aire y escapar hacia esas islas que siempre me calman. La realidad que siga esperando.
En una pausa virtual y, cargando la duda de si Internet me hace más estúpido o más inteligente, me puse a navegar por el fascinante mundo de Youtube. Allí, descubrí un reciente trabajo, realizado en conjunto por dos de esos artistas que me llenan eso a lo que muchos llaman alma.
Para acompañar el lanzamiento del disco “The suburbs” (2010), la banda canadiense Arcade Fire decidió transmitir en vivo por la web el comienzo de su gira en el Madison Square Garden de New York. El encargado de la puesta en escena fue, nada más ni nada menos, que mi admirado Terry Gilliam (“Pánico y locura en Las Vegas” y “Tideland”).
Entre toda la cantidad de bandas aparecidas desde el movido 2001 a esta parte (The White Stripes, The Yeah Yeah Yeahs, The Libertines, Franz Ferdinand, Kaiser Chiefs, Arctic Monkeys y tantos otros), Arcade Fire ha sobresalido por pura originalidad. En sus distintos trabajos discográficos (“Funeral”, 2004 y “Neon Bible”, 2007) han introducido instrumentos que no son frecuentes en una banda de rock. Violines, violas, violonchelos, mandolinas, ukeleles, xilófonos y hasta reliquias medievales como la zanfona, producen sonoridades poco usuales, las que funcionan muy bien con sus complejas y rítmicas letras.
Es raro, pero cuando los escuché por primera vez, automáticamente, pensé en Terry Gilliam. Sucede que, al igual que en las letras de estos muchachos y muchachas, sus historias se burlan de los límites que separan a la realidad de los sueños, ignoran al tiempo y al espacio y, muchas veces (por no decir siempre), vuelven a la Edad Media, escenario ideal para decirnos que las barbaridades de ayer perduran hoy.
Surrealismo, fantasía, imaginación, humor e ironía son algunos de los elementos que construyen los mundos de este cineasta y de estos músicos.
Es por eso que ver a Gilliam, disfrutando y captando con sus cámaras, la pulsación de los músicos, las atmósferas melancólicas y el espíritu festivo del recital, es tan natural como sus apariciones en bambalinas, donde el ex miembro de los Monty Python juega con los Arcade Fire (quienes declaran amar sus películas), hasta improvisa una pequeña escena de ciencia ficción en la que los músicos son sus robots.
Finalizado este breve viaje redentor, no me queda otra que retornar a la ficción que me ocupa y, con la ansiedad del estreno a cuestas, volver a jugar.
Como les dije, el teatro es una actividad placentera que cansa y, a veces, duele. Pero, gracias a estas islas, mucho menos.