Esquinas, buzones y teléfonos, muestras de la ciudad de ayer

Resisten el paso del tiempo y los cambios de costumbres de una sociedad que ya no los necesita. A cuentagotas nos cuentan algo de la historia de un Pilar que solo queda en el recuerdo de los memoriosos.
30 de diciembre de 2012 - 00:00

El buzón rojo de los años 30

  En la cuadra de las colas interminables y las veredas rotas, ahí, estoico, permanece el buzón rojo, depositario durante décadas de la correspondencia de los pilarenses.

Hoy, cuando el correo electrónico mantiene contra las cuerdas a su hermano mayor, el de las estampillas y los sobres cerrados, cada tanto, vuelve a revivir con alguna confesión, con alguna noticia o con algún saludo en forma de carta.

En su parte superior puede leerse “Bash Hermanos & Cía” y “Talleres del Fénix”, el nombre de una fábrica centenaria especializada en la fabricación de productos destinados a resguardar bienes, tales como cajas fuertes o ficheros.

La existencia del taller se remonta al año 1890 y fue en la década de 1930 cuando revolucionaron el mercado a través de la fabricación de buzones “tipo hongo” cuando, como ellos mismos explican, “recién se comenzaban a plegar y cilindrar las chapas de acero, dado que entonces las cajas eran de cantos vivos y remachaban entre sí”. La partida fue de unos escasos 300, la mitad de los cuales –se estima- fueron colocados en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. Pero uno de ellos todavía puede verse sobre la calle Pedro Lagrave entre Ituzaingó y Fermín Gamboa, en la puerta del Correo Argentino.

 

 

El tanque de agua que quedó vacío

  Su construcción data de 1970 pero no fue sino dos años después que se puso en marcha el tanque de agua cuya estructura se ganó el lugar de “faro” de la ciudad.

El crecimiento de Pilar lo dejó inutilizado en 2004. Su capacidad resultaba insuficiente para abastecer a una ciudad en expansión. Desde entonces, las funciones del tanque de agua quedaron reducidas a vestuario para los empleados de Sudamericana de Aguas, depósito de herramientas y, por supuesto, punto de referencia para pilarenses y visitantes.

La construcción alcanza los 31 metros de alto con paredes de hormigón de  60 centímetros de espesor. Una escalera caracol con barandas endebles conducen al primer intervalo donde las palomas revolotean y los restos de escombros evidencian el abandono. Otra  escalofriante  escalera vertical de 12 metros separa al entrepiso del depósito de agua, ahora vacío. Los expertos aseguran que para abastecer a la población actual, el tanque debería medir al menos 60 metros. Proyectos inconclusos como el de instalar oficinas en su interior buscan cada tanto, pero sin suerte, devolverle la vida al gigante de la ciudad.

 

 

Faro de la ciudad. El tanque de agua, inutilizado desde el 2004.

 

 

 

Aquellos teléfonos públicos

 

 Emblemas de una época donde las líneas domiciliarias eran un lujo y los celulares solo eran posibles en la ciencia ficción, los teléfonos públicos resisten al paso del tiempo, al avance de la tecnología, en definitiva, al cambio de paradigma social, aunque sólo como elemento decorativo del paisaje urbano.

 

Los más pintorescos -instalados por la estatal ENTEL- permanecen en el centro de Presidente Derqui, con sus simpáticas capotas de plástico y sus colores estridentes.

 

 

Alimentadas de monedas y más tarde de tarjetas (cuando los aparatos fueron reemplazados por la privatizada Telefónica), hoy la mayoría de las cabinas están en desuso. Es que el vandalismo terminó de hacer estragos en muchas de ellas que apenas se mantienen en pie.

 

 

Según datos oficiales, hasta 2010 el distrito contaba con unos 150 teléfonos públicos y en Capital Federal sumaban 13.000. Sin embargo, desde entonces la caída de las llamadas en estos aparatos disminuyó un 80% y hoy su uso se limita al 1% de las líneas disponibles. Como curiosidad, una cabina de teléfono público cuesta uno 4.000 dólares. Sólo el aparato cuesta 1.500 dólares y la cabina con cúpula transparente para proteger a los usuarios alcanza los u$s 2.5000.

 

 

 

 

 

 

Un público conocido como “hongo”, sobrevive en Derqui.



Esquinas en extinción

  En un distrito que no se caracteriza por la conservación de su patrimonio histórico, las esquinas sin ochavas que sobreviven en el centro se alzan como verdaderas joyas arquitectónicas del siglo XIX.

Rasgo típico de las construcciones coloniales, en el centro de Pilar se contabilizan por lo menos cuatro esquinas en ángulo recto.

Frente a la estación de trenes de la línea San Martín, en una construcción de unos 150 años ubicada en el triángulo formado por la intersección de las calles Nazarre, San Luis y La Rioja, se observa una de ellas.

En el lugar funcionó una posta de carretas, para transformarse luego en un almacén de ramos generales de Nicolás Belfiore y desde mediados del siglo pasado, en el antiguo bar de Samatán.

Paredes de barro, molduras y dinteles de 3 metros de alto terminan de dar forma a la construcción que cuenta con una segunda esquina sin ochava, en la intersección de las calles San Luis y La Rioja.

Otra de ellas es la que sobrevive en el cruce de Lorenzo López y Chacabuco, parte de una construcción de 1880 donde actualmente funciona un local partidario y que supo ser un boliche y una vivienda particular. Una cuarta resiste en Ituzaingó y Bolívar donde actualmente funciona un comercio.

En reemplazo de las esquinas angulosas llegaron en 1821 los cortes “chanfleados” a través de la conocida “Ley de ochavas” impulsada por el entonces presidente Bernardino Rivadavia, con el fin de mejorar la visibilidad de peatones y vehículos en los cruces de calles y garantizar mayor seguridad.


 

A mano del cartero

Menos visible pero igual de efectivo en sus funciones, el buzón de hierro de la esquina de Rivadavia y Tucumán que aún conserva algo de su fachada original es otra de las reliquias para las miradas atentas. Amurada a la pared, la caja metálica color amarillo despintado lleva en relieve la leyenda “correo”.

Inadvertido por la mayoría de los miles de peatones que circulan a diario por esa zona, en una de las esquinas más transitadas permanece el buzón que hoy se alimenta de papeles viejos y basura.

 

 

 

Buzón de hierro de Rivadavia y Tucumán.

 

 

 

Solo para caballeros  

Pequeñas y fuertes, las argollas metálicas desentonan con vehículos, peatones, ciclistas, es decir, con el ritmo de una ciudad moderna que las pasa por alto. Aún así, permanecen inertes, resistiendo pisadas. Las aldabas –llevan el mismo nombre que los llamadores de las antiguas puertas- incrustadas a los cordones de las veredas tuvieron su auge en el siglo XIX aunque hasta bien entrado el siglo XX siguieron cumpliendo su función, la de mantener atados a los caballos por el tiempo que sus dueños realizaran alguna diligencia en la ciudad. Casi invisibles aunque bien sujetas, sin carruajes a los que sujetar, en la esquina de Fermín Gamboa e Ituzaingó todavía pueden verse las aldabas.

 

 

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