Miguel Briantes no contaba con más de 16 años cuando compartió con Rosenmacher y Gettino el Primer Premio en un concurso de cuentistas americanos organizado por El Escarabajo de Oro co-fundada por Abelardo Castillo. Ejerció los oficios de periodista y crítico de arte con la prosa polémica de su escritura, con la misma firmeza con que se desempeñó como director del C.C. Recoleta. Los que conocieron el BárBaro de la calle Tres Sargentos lo suelen recordar sentado siempre en una mesa con su vaso de whisky acordándose de los viejos boliches metafísicos de su ciudad natal (General Belgrano), hablando de literatura o arte. Alguna vez le preguntaron si le temía a la muerte, contestó que no: "le temo a lo mismo que busco, la fama, la gloria, el reconocimiento”. Pero esta señora tan veleidosa se lo llevo en un absurdo accidente- se cayó de una escalera cuando pintaba su casa. Tenía solo cincuenta años. Su primer libro de relatos, "Las hamacas voladoras”, fue publicado en 1964, luego le siguieron "Hombre en la orilla”, "Kincón” y "Ley de juego”.
"Primer punto: Movió la palanca y la gente empezó a girar. La cara de una chica. Un hombre gordo. Una vieja que con una mano se sujetaba el sombrero. Los demás, igual: aferrándose al borde de los asientos de madera. Los había mirado a todos, uno por uno, mientras le entregaban el boleto: alguno tenía una lapicera dorada, sobresaliente del bolsillito del saco, junto al pañuelo blanco; otro, una mancha en la camisa, junto a la corbata gastada; la vieja, una medalla con algún santo; acerca del gordo, no podía recordar si llevaba o no cadena; los ojos de la chica eran marrones y el pelo rubio, suelto. La primera vez que los miraba así. Todos se habrían despertado, esa mañana de domingo, pensando en la tarde, en el momento feliz de entrar al parque desplegando la sonrisa, la plata, de subir al tren fantasma, al látigo, a las hamacas voladoras. El, en cambio, se había despertado pensando: "hoy va a ser distinto”. Tres días que lo pensaba, tres mañanas eludiendo la cara del viejo, haciéndole trampas: poner cara de miedo pero burlarse para adentro de esos ojos terribles, dominantes. Y ahora, como siempre, estaba ahí: con los dedos de la mano derecha doblados sobre la palanca de hierro. Dirigía -por primera vez sintió eso: que dirigía- ese remolino de caras que estaba envolviéndolo. Era necesario que la gente se acostumbrara de a poco al movimiento. Se lo había explicado el viejo, la primera vez que le permitió manejar eso que ellos llamaban la máquina”. (Fragmento de "Las Hamacas voladoras”).