Para celebrar su 60º aniversario, el Instituto Nuestra Señora de Fátima organizó un concurso literario. "El ave que vuela más alto" es el 1º lugar en la categoría Cuento. Su autora es la alumna Lara Lacey, de 4º año.
Para celebrar su 60º aniversario, el Instituto Nuestra Señora de Fátima organizó un concurso literario. "El ave que vuela más alto" es el 1º lugar en Cuento. Escrito por Lara Lacey, de 4º año.
Para celebrar su 60º aniversario, el Instituto Nuestra Señora de Fátima organizó un concurso literario. "El ave que vuela más alto" es el 1º lugar en la categoría Cuento. Su autora es la alumna Lara Lacey, de 4º año.
EL AVE QUE VUELA MÁS ALTO
Me había decidido. Por primera vez en mi vida la luz había superado a la oscuridad. Debía llegar antes de que fuera demasiado tarde. Mi corazón retumbaba ensordecedor en lo profundo de mi pecho, mis piernas comenzaban a correr sin pedir permiso, las lágrimas de esperanza caían por mis mejillas, y le daban un brillo a mis ojos que nunca antes habían tenido. Eso era lo que él me había devuelto. Esperanza. Sentía que tal vez a su lado podría salvarme.
Nos habíamos prometido huir del dolor. Ir a algún lugar muy lejano, dejando atrás todo aquello que alguna vez nos había hecho daño. Estaba tan cerca. Tan cerca de alcanzar aquella libertad que tanto había añorado. ¿Cómo podría negarme a querer intentarlo todo a su lado? Aunque todo saliera mal. Aunque todo se fuera por la borda. Él me daba ganas de arriesgarme…
Silencio.
La calle se plagó de un silencio ensordecedor. Todo se detuvo por un momento. Como un relámpago repentino, el metal de la bala penetraba en mi cuerpo, robándome todo brillo de mis ojos. Un instante después, la sangre comenzaba a teñir la acera. ¿De dónde había salido? ¿Quién había sido? ¿Por qué? ¿Por qué tuve que bajar la guardia?
Solo podía ser una persona a esa distancia. ¿Pero qué importaba eso ahora? La sangre se escurría de entre mis manos presionadas firmemente contra mi abdomen. Y tal vez, solo tal vez, podría haberme salvado. No… me habría salvado. Pude llamar a alguien. Gritar. Ir al hospital. Recuperarme. Volver a verlo. Pero aunque esta era la primera vez que tenía un motivo para quedarme, decidí no hacerlo. Porque comprendí, que de esta forma nadie más correría peligro. Nadie más sufriría en las garras del monstruo.
Me di cuenta entonces, de aquello que fervientemente había deseado ignorar. Como siempre, la bestia había vuelto a ganar. Nunca podría escapar de ella. Jamás podría esconderme, porque siempre me encontraría. Nunca podría huir de mí mismo. De aquella bestia inhumana que incontables veces había cubierto mis manos con sangre de otros. Pero esta vez, la sangre que las cubría era la mía.
Creo que sabía que había ido demasiado lejos. Que no merecía el perdón de nadie. La falta de humanidad en mí, la frialdad arraigada en mis venas. Todo aquello que él me había hecho creer que solo era mi mente jugándome en contra. Todo eso era verdad. Cómo me hubiera gustado poder verme a mí mismo como ese ser humano que él veía. O el que él me hacía ser. Pero a quién quiero engañar… estaba lejos de ser aquella persona. Soy un monstruo. Solo eso. Y los monstruos no merecen redención. Este era yo. Y estaba pagando mi precio.
No me quedaría aquí parado desvaneciéndome lentamente. Decidí dirigirme hacia un parque cercano. Quería ver un último atardecer. Escuchar el canto de las aves una vez más. Sentir la brisa en mi piel. Quería recordar todo lo que él me había hecho sentir, una última vez.
El mundo se movía lleno de vida a mi alrededor mientras yo, lentamente comenzaba a apagarme. Sentado en un banco del parque sentía cómo la vida comenzaba a escaparse de mis manos. La calidez me abandonaba al ritmo del sol poniente en el horizonte. Detrás mío, un rastro rojo marcaba mi destino.
Fijé mi mirada en un árbol frente a mí, cuyas hojas comenzaban a resurgir tras el frío del invierno. En sus ramas, dos aves posadas. Una junto a la otra. Descubrí que aquellos que decían que antes de morir uno ve su vida pasar frente a sus ojos, estaban en lo cierto. Cada recuerdo a su lado, se mostraba como una película en mi cabeza.
Desde el primer momento en que lo conocí, supe que quería protegerlo. No podía permitir que nada malo le pasara. Creo que me sentía culpable porque mi mera existencia a su lado era la que lo ponía en peligro. Pero no quería decirle adiós… No podía. Me había devuelto la vida. Con cada mirada. Cada sonrisa. Cada abrazo. Pero pertenecíamos a universos diferentes. Yo era preso de un mundo envuelto en sombras, donde la violencia y el dolor eran inevitables, y del que ya no podía escapar. Él no era parte de eso. Sus ojos y su cuerpo irradiaban luz. Parecía que las sombras no podían tocarlo. Y yo siempre sería esa oscuridad que lo rodearía. Por eso tenía que hacerlo. Tenía que dejarlo ir. Esa sería la única forma de demostrarle cuánto me importaba.
Toda mi vida había sido obligado a mantener mi corazón apagado. A adoptar una actitud fría, para que mi mundo no me hiciera pedazos. Para que las sombras no me devorasen. Pero cuando él llegó, supe que esto sería inevitable. Porque me había dado algo que nunca había recibido. Porque en sus brazos sentía la calidez que jamás me habían dado. Sentía que podía confiar en alguien. Él era mi amigo. El primero que me quiso sin esperar nada a cambio.
Me había salvado innumerables veces. Más de las que yo lo había hecho por él. Siempre estuvo ahí. Para secar mis lágrimas, para escuchar el llanto de mis pesadillas en medio de la noche. Para poner su hombro donde pudiera reclinarme. Para sanar mis heridas. Para abrazarme, y hacerme sentir que todo estaba bien. Al menos por ese instante en el que sus brazos me rodeaban. Para recordarme quién era.
Cuando estaba a su lado, me volvía pequeño, torpe e indefenso. Me volvía débil. O quizás, me volvía yo mismo. Y eso era precisamente lo que lo ponía en peligro.
Quizás, él me hacía sentir como esa ave… Me hacía sentir que podía volar. Que podía ser libre. Tal vez, ante sus ojos yo me mostraba como un águila fuerte e imponente, cuando en realidad no era más que un pequeño pájaro de alas rotas. Pero él me hacía sentir que aún así, podría llegar al Sol.
Tal vez él era ese Sol. Del que tanto me habían hablado en las penumbras. Aquel que tanto anhelaba alcanzar. Aún con mis quebradizas alas. Y al que creo que me acerqué demasiado. Quedé cegado por la belleza de su luz. La primera que se me presentaba en un mundo que siempre me había mostrado su lado oscuro. Pero sus rayos hermosos me quemaron. Y ni siquiera me di cuenta. Mis frágiles alas, incendiadas, y yo, cayendo hacia el abismo. ¿Pero qué importaba ya? Si moría, al menos había logrado volar. Había logrado ser libre. Había logrado amar. Y ser amado. Y aunque el amor no pudo salvarme a mí, creo que sí pudo salvarlo a él. ¿Qué más podía pedir?
Por primera vez en mi vida tenía el control de mi propio destino. Y esto es lo que había decidido.
Ahora él estaba a salvo. A salvo de mí.
Mis ojos comenzaban a cerrarse lentamente. Mis labios esbozaban una ligera sonrisa, sabiendo que este sería mi último acto de amor. No tenía miedo. Todo era muy tranquilo.
Sé que no importa dónde estemos. Siempre vamos a volver a encontrarnos.
-Lara Lacey