Víctor Vergani, segundo de la der. junto a un grupo de aviadores amigos.
por C. L.
La tormenta del 9 de enero de 1938 fue demasiado para el Lokheed B12. Minutos después del despegue en Paso de los Libres (Corrientes), el temporal dio paso a la tragedia y la tragedia, al mito. El accidente aeronáutico en el que perdería la vida uno de los vecinos predilectos de Pilar aportaba, a su vez, las primeras pinceladas de una historia con carácter de leyenda.
Víctor Vergani había nacido el 1º de abril de 1901 en Pilar. A los 18 años, después de finalizar sus estudios en el Instituto Carlos Pellegrini, ingresó al Colegio Militar y cuatro años más tarde se incorporó a la Escuela Militar de Aviación, donde llegó a ser instructor de vuelo. El último escalón de su carrera intachable fue el ascenso a Mayor en 1936.
Un tiempo antes se había casado con la joven Angélica Teresa Marzano, cuyos testimonios compartidos con familiares y amigos hasta el día de su muerte -a los 98 años- la convirtieron, sin buscarlo, en una biógrafa de excepción de su marido.
Pero es la suma de las historias no oficiales, aquellas donde la barrera entre la ficción y la realidad fue desapareciendo con el paso de los años, lo que convierte a Vergani en un mito.
La hazaña
Su osadía a la hora de sobrevolar el suelo pilarense le valió la fama de aviador audaz. Historias espectaculares sobre las piruetas que realizaba en el cielo de la plaza 12 de Octubre lo colocan en un papel de héroe temerario que difícilmente haya encajado con la personalidad de un hombre del Ejército.
Pero si de fomentar la leyenda se trata, la anécdota que más color aporta a la causa es aquella que asegura que Vergani, poniendo a prueba sus propios límites, llegó a pasar con su avión entre las dos torres de la Iglesia Nuestra Señora del Pilar.
Entre quienes aseguraban haber sido testigos de esta hazaña se encuentra el ya desaparecido Adonis Cormery, que con lujo de detalles recordaba cómo la madre del piloto se agarraba el pecho ante las inquietantes maniobras de su hijo.
Para constatar esta información nos acercamos al sobrino de su viuda, Alberto Marzano, que con una frase rotunda suavizada con una sonrisa echó por tierra cualquier especulación: “técnicamente es imposible, nunca pasó por el medio de las torres de la Iglesia”.
Y dedujo que la anécdota podría ser una deformación de “lo que sí alguna vez me contó mi tía, y es que cuando pasaba por acá solía mover el avión y como los aviones de esa época no volaban muy alto, era más fácil notar una pirueta”.
“Sí es cierto –reconoció- que era una persona muy capaz y muy conocida en Pilar, tenía buena llegada a la gente y lo respetaban, aunque probablemente como todo militar, no haya sido de hablar demasiado”.
Entre otros datos anecdóticos, Marzano comentó el gusto por la pintura, la guitarra y el polo que profesaba su tío, que hasta su muerte vivió en una casa céntrica, ubicada sobre la Avenida Tomás Márquez.
Su muerte accidental a los 37 años resulta determinante para la construcción del personaje cuyas historias siguen transmitiéndose hasta el día de hoy. La tragedia lo alcanzó mientras actuaba como copiloto en el avión que acompañaba a la comitiva presidencial del entonces primer mandatario argentino, Agustín Pedro Justo.
A su regreso a Buenos Aires, poco después del despegue en Paso de los Libres, una tormenta implacable estrelló el aeroplano contra las costas del arroyo Itacumbú, en Uruguay.
Con él viajaba el hijo del presidente, que falleció al igual que el resto de los tripulantes. Varios son los relatos que se dispararon luego del accidente, desde el remordimiento del ex presidente por haber cambiado a último momento el lugar con su hijo, hasta el lugar común de la “tragedia evitable” que habla de un retraso incomprensible de algunos de los miembros de la comitiva que obligaron al avión a despegar más tarde y atravesar de lleno el corazón de la tormenta.
Tampoco faltó la teoría del atentado, una versión con la que –ante la ausencia de datos precisos- se sigue especulando hasta la actualidad. “Decían que había habido un atentado, mi tía preguntó a los camaradas, pero de eso nunca hubo certeza”, aportó Marzano.
Los diarios de la época hablan de un cortejo fúnebre que “desfiló lentamente por la calle Ituzaingó y después tomó por Tomás Márquez hasta la casa del extinto y del público apostado en las aceras que rindió un homenaje silencioso al paso de los restos, mientras doblaban las campanas de la iglesia parroquial”. La misma que, paradójicamente, terminaría convirtiéndose en la pieza fundamental del mito del aviador sin miedo.