Por Víctor Koprivsek
Por Víctor Koprivsek
No importa el lugar: Derqui, Virrey del Pino, 47 Street o Paddington; en los trenes hay miradas que no encuentran su sitio. Miradas que añoran otro destino, que tiemblan como el agua bajo la luna.
Sentados junto a las ventanas, los seres portadores de esas miradas: mujeres, hombres, adultos en su mayoría, irradian melancolía o tristeza. Se les va el alma a través del vidrio mientras crujen los rieles.
Y cuando toca el pasillo o estar de pie, tomados del pasamanos, se vuelven compactos, sólidos, uniformes con la marea de ausentes que van y vienen sin asombros ni lugar que los refugie.
Los trenes o subtes, que se deslizan sobre las ciudades o corren como topos por los túneles de aire debajo de la tierra, cargan consigo los designios por cumplir. Los horarios que ordenan los desagües, las filas que cliquean los desbordes.
Un poco más de caos, un poco menos, con ladrillos a la vista o revoques, el remolino abraza las horas pico y roza cuerpos con las risas del silencio. Y el agobio tan humano sale a la superficie a través de las miradas.
Acompasado, el ritmo es cadencia entre las estaciones. Acelera en la mañana para llegar, se traba en las complicaciones del día y por la vuelta, ya de noche, los devuelve cansados y sin estrellas qué mirar.
Las hormigas están en todos los patios, debajo de todas las casas. Laboriosas trepan las plantas más verdes. Arrasan en los descuidos y se multiplican sin freno.
Cuando se cierran las puertas, automáticas, se devoran las distancias con el metal sobre ruedas.
Tiempo y distancia al alcance del día, listo para ser tragado con un ticket en última clase, expendido por un cajero a cambio de un billete con la cara de la reina.
Calor y frío, cemento recubriendo el latido inicial, el armazón de escombros que arrojamos sin piedad sobre las flores.
En la frágil ternura de un pétalo he visto la infancia jugando en un potrero de barrio antiguo.
El niño que fuimos no nos pierde el rastro, nos espera en el camino que no aparece en el google maps. Con las rodillas sucias de tanto juntar bolitas en los recreos, de tanta figurita ganada para siempre.
Por todo esto, las miradas en los trenes son pasaportes directos al corazón.
No importa que te las cruces en la estación de Astolfi, en Pilar, o Champ de Mars, París.
Hay miradas que solo los trenes guardan. Que arropan espaldas maltratadas, abismos de una vida que añora ser otra.
Y, aunque las luces alrededor de las estaciones siembran con música y colores los grandes paseos gastronómicos del mundo, aunque dancen en las bocacalles las rondas de cervezas y papas fritas con chedar, y nos distraigamos con pantallas que no miran a los ojos cuando hablan, siempre pero siempre, una mirada en el subte arrobará un suspiro, te sacará del sitio donde lograste sentarte después de empujar a todos.
Un asiento cerca de la ventanilla para hundir tu melancolía, huérfana de árboles y barro.