Agua. Como si fuera desesperante urgencia para el cuerpo de fuego. Para los 42 grados abrasadores que encima no vienen solos. Vienen con incendios en los pastizales como postales televisivas agoreras del apocalipsis.
Agua. Como si fuera desesperante urgencia para el cuerpo de fuego. Para los 42 grados abrasadores que encima no vienen solos. Vienen con incendios en los pastizales como postales televisivas agoreras del apocalipsis.
Agua fresca, recién sacada de la heladera en botella de vidrio. Viste que el plástico no es lo mismo. Agua transparente aliviándote el alma. Volviéndose parte de tu cuerpo, recorriendo por dentro toda tu existencia hecha de historia.
Dicen que el domingo llueve. Dicen que esto tienen un final.
Al pie de la siesta y contemplando desde la ventana cerrada el aliento del asfalto dragón, un niño invoca a los dioses de la naturaleza, piensa, imagina los frutos pulposos: manzanas, duraznos, naranjas… eso, una naranja.
Con las pocas fuerzas que le deja el verano y el temor a contagiarse de covid, cruza el pasillo y se dirige a la heladera, abre la puerta y en el cajón de abajo encuentra una naranja con ombligo. La última de su estirpe. La pela con un cuchillo con filo, no importa el peligro, va armando la serpiente hecha de cáscara, intenta no romper la pulpa y sigue.
Es dulce, está llena de miles de gotitas anaranjadas unidas en gajos que a la vez están envueltos en una piel como de ala de libélula. Lo mira con atención.
Al morderla siente tal explosión de frescura en su boca que es como si el Big Band volviera al principio del universo en el punto de inicio donde dice la ciencia que se formó la materia.
Antes de los aires acondicionados y los cortes de luz. De los incendios forestales y los tapabocas. Los semáforos y las fotomultas, de los satélites en miniaturas que agilizan las conexiones para que pueda ver desde su celular las mejores fotos de los más bellos campos sembrados de amapolas en Holanda, o las morisquetas de los perros más tiernos y dulces de Oslo.
Una simple naranja redonda que apenas entra en la palma de su mano y ¿cómo llegó de la semilla a ser tan rica y pulposa sin un laboratorio inyectándole vacunas súper poderosas? Se pregunta el niño de repente, como en trance por el calor.
Otra pregunta surge inmediatamente, inquietante. Sale del trance y grita:
-Pa… ¿de qué árbol nacen las galletitas?