Mientras los días de aire denso se suceden y te envuelven con situaciones a resolver, vos seguís anclado en medio de la sudestada, preguntándote cuánto falta para llegar a la superficie en donde germinen las certezas.
Hay gente, de formalidad polar, que concluye cuestiones trágicas con una postura meramente administrativa. En tanto otros, sabemos que sólo se avanza si en verdad se retrocede hasta el hondo bajo fondo, para luego poder darle la bienvenida a lo que sea, tras habernos desmembrado. El grave desafío, se me ocurre, es el mientras tanto, ese insoportable gris.
Atrás, la oscura orilla a la cual no se quiere volver. Adelante, un amanecer de playa tan imaginable y posible, como lejano aún. ¿En el medio? La cáscara de nuez que soporta el oleaje terrible. Cuando ya te hundiste alguna vez, el naufragio hasta se convierte en un deseo, en la necesidad de ver de qué lado va a car la moneda.
Y si no te sentís en medio del océano, tu mente se pone en jaque ante un árbol que insiste en taparte el bosque. Con mucha valentía y pragmatismo tus ojos lo esquivan, y de repente ves un fresno, dos o tres pinos y un par de robles. En realidad ¿estás viendo el bosque? No señor! El bosque posta está lleno de árboles que nunca conocimos. Es más, quizás, el verdadero bosque jamás esté allí en donde creemos estar nosotros.
¿Y una ciudad? ¿Cuántos ladrillos llevás apilados en el lomo para los edificios que necesita tu ciudad? Edificando rascacielos, lograrás que muchos sólo te reconozcan desde lejos. ¿Vas a ser una postal rígida, arquitectónicamente inmóvil?
Pero che! ¿De qué carajo está hablando este pibe? La verdad es que no sé muy bien. Agua, selva y ciudad, todas llenas de profundidades y abismos, “fatalmente necesitadas de una superficie donde manifestarse”. Y allí, tal vez, esté la cuestión escondida en estas líneas sin sentido. En el hecho, casi revolucionario, de encontrar terreno fértil para manifestar todo eso que cargás por dentro. Yo elegí una de las tres profundidades para zambullirme en mí mismo. Alguien me propuso hacer la plancha y que la corriente elija mi destino. Otros sugirieron apoyar mi espalda al pie de un árbol, prender un pucho y escuchar cardenales. Alguno me dijo que me mude y me deje de romper las pelotas.
En fin, por lo pronto estamos en carnaval y pienso llenarme de espuma, por más artificial que sea. Tomarme un recreo y dejarme envolver por los bombos y trajes de lentejuelas. Mirar los gestos extasiados de los sin jeta, que hacen temblar el asfalto y crujir las casas con su fiesta que fluye desde el fondo de los barrios y con sonidos de periferia. Esa comparsa que salta y baila y se afana de todas las modas y brilla bajo las luces, muchas veces opacas, del centro. Indomable. Como debieran ser todas las murgas. Así, en una de esas, yo también hago sonar mi tambor, de una puta vez.