OCTUBREANDO

Jugar a la rayuela

Por Horacio Pettinicchi

Por Redacción Pilar a Diario 20 de febrero de 2018 - 00:00

No usaba galera, no tenía alas de libélulas, ni tampoco cubría su cuerpo con ropas fulgurosas, a manera de varita su mano izquierda enarbolaba la amarilles de una rosa, símbolo del renacer. 
No estábamos en París, no había ninguna Torre ni puentes donde pueda sentarme a conversar con una clochard, pero ahí estaba ella, parada al costado de la Libertad que esculpió Perlotti, en el medio de la vieja plaza bajo la severa mirada del Conde Devoto. 
No era uruguaya, pero se había dejado andar por las viejas calles de Montevideo y tomado café en el Havanna leyendo un libro de Benedetti. No precisé desojar ninguna margarita para saber que esa mujer despeinada era la Maga. Sus cabellos lo decían, con ese rebelde mechón que insistía en cubrirle la frente, disimulando los golpes y caídas, la marca del fracaso de los códigos de su vida. Era un aquelarre de cabellos sueltos y ensortijados, tan libres como ella misma. Algo torpe, algo distraída, espontánea y con el suficiente grado de loca irrealidad para protegerse de la aplastante realidad. 
La rítmica cadencia de su voz lo proclamaba, su cálido aliento cuando me invito a caminar, confirmaba que era la Buscada. Ella era la Maga, la nadadora de ríos metafísicos, la destructora de las brújulas orientadoras, la libradora de infinitos a la duda de los miedos cotidianos.
Me tomó de la mano, comenzamos a caminar, sus pies apenas rozaban el suelo, flotaba como la ilusión, como la mítica utopía del rojo amanecer, los genes de su abuelo anarquista estaban en ella. Iba dejando a su paso un dulce rastro de anhelos y afanes que una primavera de mariposas se apresuraban a libar. Fuimos a cenar a un antiguo vagón al costado de la vieja estación, mil velas disipaban la oscuridad preludiando un nuevo amanecer.
A través del cristal de las copas de un rojo malbec nos mirábamos, nos hundíamos en la esencia del otro, nuestras manos se buscaban, nuestras esencias se reconocían, sabíamos que nos buscábamos de infinitas vidas. Hablábamos el antiguo lenguaje de los sentimientos. En ella, en la Maga, estaban la mera esencia de libertad que había buscado en otras mujeres. Muchos hombres cruzaron el océano para poder encontrarla, otros se perdieron en su búsqueda como un tal Olivera. Yo la encontré en la vieja plaza habitada por los fantasmas de Dolina, y esta vez juntos jugaremos a la rayuela.

Encuentro con la Maga, de Horacio Pettinicchi.

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