APUNTES DESDE LA OTRA VEREDA: La visita

por Hernán Deluca

21 de septiembre de 2011 - 00:00

 

 

El cuerpo me lo pidió, esa es la verdad. Mis propios gritos, atascados entre las tripas, arañando la carne, reclamaban estar ahí. Pero, como suele ocurrir, mi culo burgués, ese que boquea tupido cuando hay un vino en la mesa, no se animaba a despegarse del temor. Tuvo que aparecer la garra de una amiga para que yo dijera que sí, que ahora podía hacerlo. Que quería hacerlo. Que necesitaba hacerlo. Ser la voz, estas palabras que ahora narran lo que debe verse.

Hace años, yendo o volviendo de la facultad, me sorprendía por la apatía con la que el resto de los pasajeros ignoraba al espanto. Mientras yo abandonaba mis asuntos, en un intento por calmar la angustia, me impresionaba con el desinterés ajeno. ¿Será que el pueblerino que lo ve todo con asombro, no se acostumbrará jamás? La indiferencia es salud, continúan pensando unos cuantos y agachan sus cabezas, tranquilos porque la teoría de los dos demonios les permite dormir en paz.

Pero, ahí estaba el monstruo, luciendo su nombre con cínico orgullo: Escuela de Mecánica de la Armada. Hasta que, durante la presidencia de Néstor Kirchner, en el año 2004, se propuso convertirlo en el Archivo Nacional de la Memoria, para que nadie olvide aquel horror, para que se documente todo lo realizado por los genocidas. La memoria, un músculo que no detengo. La Ley Nº 1412, sancionada el 5 de agosto de ese año por la Legislatura porteña, destinó a conformar allí el “Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos Humanos”. El día en que se dio esta noticia, una especie de liberación floreció en mí y en unos cuantos. Aún perdura.

Sin embargo, estar ahí, pisar esos pasillos es algo difícil de explicar. Caminé con los brazos cruzados, conteniéndome, dándome fuerzas, a centímetros de una atrocidad que sigue vertiendo lágrimas. El estómago se revuelve, la boca se seca, las palabras no salen. Apenas, se respira. Diego, el locuaz guía invita al diálogo, a la participación, a que todas las voces del grupo puedan desahogarse. Evitar la parálisis. Repasa cada momento vivido durante esos años nefastos con total claridad, sin intenciones de tapar la sangre. Y avanzamos. Hasta llegar al casino de oficiales, el lugar donde funcionaba la siniestra maquinaria de aquellos hijos de puta (perdón, pero no puedo definirlos de otra manera).

Transitar por el sótano, lugar donde estaban las salas de tortura o sumergirse en la oscuridad del tercer piso y el altillo (allí estaban los sectores denominados “Capucha” y “Capuchita”) donde los secuestrados debían permanecer días, meses, algunos años, con el rostro tapado, sin ventilación alguna es algo indescriptible. Jamás lo entenderé. Ver las habitaciones donde arrastraban a las embarazadas, para luego montar sus improvisadas oficinas, mezclando los gritos de los niños con las máquinas de escribir… debo ir hacia esa ventana. Necesito aire. Giro la cabeza y cruzo mi mirada con las del resto. Callamos. Recién, a las horas, vuelvo a ser yo. O eso creo. Porque, ahora tengo una obligación; contar que estuve ahí. Para que la memoria no se detenga. Para que el castigo a los culpables (militares, civiles, la iglesia, etc.) llegue cuanto antes.

Por la ex ESMA pasaron casi 5.000 detenidos/desaparecidos, de los cuales más del 90% fueron asesinados. Visitar el lugar es otra manera de decir Nunca Más.

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