Corría el año 1939 y un grupo de muchachitos de apenas doce o trece años descendió de los dos automóviles en que los habían trasladado desde la estación de trenes de Pilar hasta la rotonda de entrada al Instituto Carlos Pellegrini.
-¡En fila de a uno!- ordenó el celador a cuyo cuidado habían viajado.
Los casi niños formaron fila y lo siguieron al interior señorial del edificio donde la madera y los mosaicos brillaban a fuerza de cera y lustre, acariciados por el sol otoñal que se filtraba por las ventanas de cristales biselados. Un suave aroma a comida llegaba ya desde las cocinas cuando el director en persona, tras casi una hora de espera, salió de su despacho para darles la bienvenida.
-Señores, está demás aclararles que no cualquiera puede ingresar en este colegio – les informó mientras los rodeaba fumando un enorme puro. –Sus padres han peticionado al Ministerio que se les otorgue una vacante y, como son personas notables, el señor ministro decidió aceptar las solicitudes. Pero recuerden que la influencia de sus padres no llega a más de eso. Una vez traspasada esa puerta, ustedes se han convertido en siete alumnos más de este instituto. No gozarán de privilegio alguno. Si no respetan las normas de conducta o no se aplican en el estudio, serán castigados como cualquiera de los otros. No tengo nada más que decirles. El celador se encargará de conduciros hasta sus dormitorios para que dejen sus cosas, se cambien y bajen a cenar.
Ya en el enorme pabellón que se convertiría en su hogar durante varios años, los pequeños se cambiaron los cuellos duros ajados durante el viaje y cepillaron la ropa que traían puesta. Era costumbre bajar al comedor vistiendo saco y corbata.
Tras una semana de vida en el internado, los nuevos alumnos sabían que el cocinero canjeaba por queso y dulce de membrillo los rollitos de alambre de cobre que ellos pudiesen sustraer del taller, que “los grandes” se reunían para fumar en los galpones del tambo, que las hermosas hijas del profesor de francés subían al tanque de agua para tomar sol en traje de baño, que si merodeaban las oficinas podían adueñarse de las grandes colillas de cigarros que el director olvidaba sobre los ceniceros y, sobre todo, que jamás debían salir al parque durante la noche si no deseaban ser ahorcados por el fantasma que habitaba la torre del pabellón central.
Según los alumnos y los empleados más viejos, ya habían sido dos las víctimas del horripilante espíritu que se refugiaba en la torre. La primera en sucumbir, quebrado el cuello entre las esqueléticas manos, había sido la esposa de un director anterior, una dama distinguida y joven que tocaba magníficamente el piano y pintaba bucólicos paisajes.
Parece que la señora, jamás resignada al encierro del instituto donde los escasos contactos sociales se limitaban a los grises docentes y sus no menos descoloridas esposas; solía alterar el orden imperante cabalgando sola por la vasta propiedad. También se interesaba personalmente en los animales que allí se criaban y en la huerta que cultivaba el alumnado bajo la supervisión de los profesores de prácticas, personal más joven y menos circunspecto que los que se creían en las aulas de Oxford o Harvard.
Todos sabían que la Directora (así llamaban entonces a la esposa del director del instituto) sentía una especial atracción por la torre del colegio. La había pintado a la acuarela desde los más diversos ángulos, pero la tragedia aconteció cuando se le ocurrió dibujar la torre iluminada por la luna de verano y, después de cenar, salió al parque con su block de papel y sus carbonillas.
Al día siguiente, uno de los peones del tambo que se dirigía hacia la cocina con el balde de leche recién ordeñada, descubrió el cuerpo sin vida de la Directora sobre el césped húmedo por el rocío. La delicada garganta mostraba las marcas de dedos delgados que habían oprimido con implacable fuerza.
La policía descubrió luego, entre los bocetos que la mujer había realizado esa noche, uno que mostraba la figura de un hombre asomado a una de las ventanas de la torre como si hubiese estado observando a la autora del dibujo. Sin embargo, esa noche nadie había retirado las llaves que permitían acceder a la escalera que conducía al alto mirador.
Tres años más tarde, otro cuerpo estrangulado durante las primeras horas de la noche llenó de pavor a los habitantes del instituto. Esta vez la víctima fue el hijo de uno de los profesores, una criatura de nueve años que, con intención de ir a jugar con sus vecinos, abandonó su casa después de una tardía merienda. Corría el mes de agosto y a las siete de la tarde ya era noche cerrada.
La madre del pequeño fue quien vivió la terrible experiencia de encontrar el cadáver. Al notar su ausencia, había salido a buscarlo y lo halló muy cerca del edificio en que hoy funciona la sede de la UBA.
El cuerpo presentaba las mismas marcas de dedos en el cuello, pero las huellas dejadas en el pasto indicaban que había sido arrastrado hacia allí desde el sector que ocupaban las viviendas habitadas por las familias de los docentes.
Los nóveles alumnos, aterrorizados por los relatos pero impulsados por la curiosidad, decidieron investigar sobre el espíritu asesino. Esperaron la noche del sábado, cuando la mitad de los celadores salía de franco, y salieron al parque.
El plan era dar una vuelta entera al edificio central sin perder de vista la torre cuyas almenas resultaban casi invisibles por la niebla. Iban ya culminando sin novedad su proyecto cuando una figura humana surgió ante ellos como si se hubiese materializado en la neblina. Los muchachos se paralizaron pero, como lo habían acordado, se unieron en un solo bloque mientras hacían sonar con todas sus fuerzas los silbatos metálicos hurtados del tablero en que los habían dejado los celadores de licencia.
Contaron después que la aparición, así como había llegado, se esfumó ante sus ojos mientras escuchaban los pasos apurados del personal de vigilancia que se acercaba convocado por el cacofónico concierto de silbatos.
Nunca más hubo noticias del “fantasma del Pellegrini”, pero algunos vecinos del barrio cuentan que, la noche en que se incendió el pabellón central del instituto en el año 2002, alcanzaron a ver entre la negra humareda, la figura de una persona que, erguida sobre las almenas de la torre amenazada por las llamas, contemplaba el derrumbe de los techos del edificio.