Mitos y leyendas: “¡Elecciones eran las de antes!”

por Manuel Vázquez  

13 de agosto de 2011 - 00:00

 

-Julito no es muy despierto. Hay que tenerle paciencia.- Con estas dos sencillas frases, la señora Marta intentaba que su hijo fuese aceptado por la comunidad de La Lonja, limitada en aquellos años a los cuidadores de unas cuántas casaquintas que sólo se ocupaban durante el verano y a los peones de unos pocos establecimientos rurales; pero estos vivían “más adentro”, es decir más alejados de la vieja ruta 8.

Julito ya tenía casi treinta años y era lo que, en esa época, se denominaba opa. Por afecto a la señora Marta, le habían dado trabajo en el almacén de ramos generales de don Aníbal. Cargaba bolsa de papas, trasvasaba querosene desde el tambor de doscientos litros a las damajuanas que llevaban los clientes, despachaba carbón y, fundamentalmente, barría el negocio, el patio, las veredas exteriores de ladrillo y hasta el gran gallinero de la almacenera.

Cuentan que un conocido político pilarense, con muy  buenas vinculaciones en la gobernación provincial, se llegó a La Lonja pocos meses antes de unas elecciones muy peleadas y logró poner de su lado al dueño del almacén, a quien le ofreció integrar la lista de candidatos a concejales. El hombre, nuevo en los avatares de la política, quiso hacer pata ancha en el barrio abriendo un local partidario, y lo hizo en un galponcito que tenía vecino a su negocio.

Tras su afiliación, Julito fue pomposamente designado encargado del local y, siguiendo las instrucciones de don Aníbal, lo blanqueó con cal, lo proveyó de sillas viejas reparadas por él mismo, pegó en las paredes algunos afiches con la fotografía del candidato a gobernador y, a riesgo de romperse la crisma, instaló en el frente un gran cartel con el escudo partidario y el nombre de quien, si ganaba las elecciones, representaría a La Lonja en el Concejo Deliberante de Pilar.

Relevado casi de sus funciones como dependiente del almacén, el muchachón se la pasaba barriendo el local y recorriendo la zona para arrancar los afiches pegados por los opositores o embadurnar los paredones que pintaban con una caligrafía que él nunca podría igualar. En realidad, Julito era analfabeto.

Ya más cerca de las elecciones, don Aníbal recibió el consejo de invertir unos pesos si quería ganar adeptos. Su padrino político le explicó que así funcionaba la cosa y que ya los recuperaría cuando ocupase su banca.

Aunque su esposa se lo reprochase, el almacenero comenzó a organizar reuniones de adoctrinamiento todos los viernes por la noche. Con indicaciones precisas, Julito invitaba a los vecinos varones para formar parte de “El Ateneo”, como el candidato había designado pomposamente a esas tertulias en las que, mientras él hablaba, los asistentes sólo esperaban el fin de la perorata para atacar los chorizos que el “encargado del local” iba asando lentamente en el patio. Concluido el monólogo del candidato, se descorchaban las damajuanas de tinto, cenaban y, algunos viernes, llegaba un guitarrero y cantor que amenizaba la velada con variado repertorio.

Un viernes, cuando ya todos se habían retirado y Julito recogía los vasos desparramados, don Aníbal, totalmente ebrio, como si hablase para sí mismo, participó a su ladero sobre sus aspiraciones políticas.

-Si gano estas elecciones y salgo concejal, en las próximas, poniendo un poco más de plata, me presento para intendente de Pilar. Vas a ver como en el partido, cuando sepan lo bien que sé gobernar, me ofrecen una candidatura para la legislatura provincial. Y como pienso reinvertir en las campañas todo lo que vaya juntando, si Dios ayuda, hasta presidente de la Nación no paro.

Deslumbrado ante las fantásticas ambiciones de su patrón, Julito sólo alcanzó a balbucear: - ¿Y yo, voy a poder seguir como encargado del local, don Aníbal?

El almacenero, que recién cayó en la cuenta de la presencia del muchacho durante su sueño en voz alta, no dudó en bromear mientras despachaba el último trago de vino: -Cuando yo llegue a ser presidente de la Nación, a vos te voy a nombrar ministro de salud mental, che.-

Desde esa noche, luchar para que su patrón ganase las elecciones se convirtió en el único motivo en la vida del futuro ministro.

La noche previa al día del sufragio, ya en plena veda, el inocente  muchacho caminaba por las paredes. Asó los chorizos para la reunión de los fiscales partidarios y, como de costumbre, no percibió el tono de mofa cuando don Aníbal, palmeándolo, lo designó fiscal general y depositó en sus manos la pila de boletas que debía reponer durante el acto comicial.

También esa noche Julito se quedó limpiando el local mientras el almacenero vaciaba la damajuana pero, sintiéndose inseguro ante la importancia de la tarea encomendada, le preguntó qué debía hacer específicamente durante el acto comicial y don Anibal, sin recordar que la simplicidad de su discípulo le impedía comprender las metáforas o las bromas, le indicó: - Vos te estás ahí bien tranquilo y, si llegás a ver que vamos perdiendo la elección, pelás un revólver y te rajás afanándote la urna.

Esa misma noche, dispuesto a cumplir totalmente el rol que se le había asignado, Julito se apropio del viejo revólver que había sido de su padre y que su madre escondía en el último cajón de la cómoda.

Ni bien clareó el día, con el arma disimulada en la cintura y las boletas bajo el brazo, partió rumbo a la escuela en que desempeñaría sus funciones. Inmune a las burlas que no alcanzaba a identificar, permaneció toda la mañana corriendo de mesa en mesa para ofrecer a los fiscales de su partido las boletas que nunca le habían solicitado. Cuando detenía su carrera, miraba intensamente a cada votante, como si intentase adivinar cuál sería su elección en el cuarto oscuro y maldecía por lo bajo a los que conocía como opositores a su partido.

A mediodía, viendo que no llegaban votantes, todos decidieron almorzar. Los soldados a cargo de la custodia atacaron su rancho bajo los árboles de la vereda, y las autoridades comiciales comenzaron a dar cuenta de sus viandas sin abandonar las mesas en que descansaban las urnas y los padrones. Julito, que masticaba lentamente su sánguche de milanesa fría a la sombra de un tilo del patio, escuchó sin proponérselo la conversación de dos fiscales. Para ellos, el candidato del partido contrario al don Aníbal ya iba ganando ampliamente las elecciones.

Oírlos y actuar fue todo uno. El ingenuo muchachón abandonó su milanesa a medio comer, entró en el edificio escolar, descubrió el enorme revólver y, apuntando al presidente de mesa, tomó la pesada urna de madera huyendo con ella por los fondos del establecimiento. Cuando los militares, que hasta se habían desarmado aflojando sus correajes, acudieron al llamado del presidente, Julito ya trotaba por los sembrados y parques que conocía como la palma de su mano.

A eso de las tres de la tarde, cuando ya se había esparcido la noticia del atentado comicial y la policía buscaba desesperadamente al delincuente, el muchacho entró subrepticiamente al local partidario en que el almacenero no lograba salir de su asombro ante la novedad del terrible desacato cívico cometido por su ayudante.

-Aquí está la urna, don Aníbal. Ni bien me enteré que estábamos perdiendo, me la afané, como usted me dijo, pero no sabía qué hacer con ella, así que se la traje ¿Puedo tomar un poco de agua? Hace dos horas que me vengo escapando.

Afortunadamente, contra todo pronóstico, aunque don Aníbal perdió “por afano” en Pilar, su partido ganó la gobernación y Julito, que había sido encarcelado por el delito cometido, recuperó su libertad merced a los buenos oficios del flamante gobernador, de los abogados del partido y de un médico psiquiatra que diagnosticó la incapacidad mental del muchacho.

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