En muchos casos, un apodo es suficiente para identificar a su portador. Si nos remitimos a la historia, sabemos que “La Loca” fue Juana de Castilla; el “Gran Corso”, Napoleón Bonaparte; la “Reina Virgen”, Isabel 1ª de Inglaterra; “El Deseado”, Fernando VII; “El Bueno”, Juan XXIII y muchos más.
En las comunidades chicas, a menudo también el seudónimo se impone al nombre. Así, para los viejos pilarenses, no es necesario aclarar a quién nos referimos cuando nombramos a El Zorro, Biafra, Chichito, La Chona, Bika, El Pampa, La Monito, Yayo, La Tatá, Cordone, Corcho, Pololo, El Sapo, la sra. Pica, Bocha, Choche, el Pato y tantos más. Algunos ya nos están entre nosotros pero permanecen en nuestros recuerdos.
Lo dicho viene a cuento por una anécdota que se viene relatando en Pilar desde hace más de cinco décadas y que, al haberse transmitido hasta hoy en forma oral, ha sufrido transformaciones a gusto y piacere del ocasional narrador. Algunos ubican el suceso que voy a relatar en la esquina de Rivadavia y Lorenzo López. Otros lo cuentan como acaecido frente a la portería de la desaparecida fábrica SIT, junto a la entrada de lo que hoy conocemos como Estancias del Pilar.
El hecho es que, según los memoriosos, un recordado vecino se desempeñaba por aquellos años como chofer en una de las pocas líneas de colectivos de corta distancia (si no la única) que recorría la ciudad, aunque otra versión afirma que el hombre manejaba el micro que transportaba a los operarios de la empresa ya citada.
Narran que, por hacer una brusca maniobra o por haber sufrido una súbita indisposición, el desgraciado chofer salió despedido del vehículo por la puerta lateral, cayendo estrepitosamente sobre la calzada.
Están quienes dicen que el pobre perdió el sentido al golpear su cabeza contra el pavimento, y otros aseguran que llegó al piso estando ya inconsciente, pero todos coinciden en que un joven médico oriundo de Pilar, que por esos días estrenaba título y al que todos llamaban cariñosamente “Pocho”, se llegó hasta el inconsciente conductor para brindarle su asistencia profesional.
Cuentan que, tras tomarle el pulso y auscultarlo minuciosa y pomposamente a la vista del público que se había ido congregando, el aún inexperto facultativo se puso de pie y con acongojada voz sentenció: “Este hombre está muerto”, abandonando la escena con paso apesadumbrado y palmoteos en la espalda que felicitaban su diligencia.
Se alarmaron los curiosos circundantes y, mientras alguien comunicaba lo acaecido al juez de paz y a los familiares del occiso, un agente de policía harto conocido en el pueblo se hizo cargo de custodiar el cuerpo inerte tendido sobre el asfalto.
El representante de la Ley, imbuido de sus altas funciones, se paseaba alrededor de la figura exánime sin permitir que persona alguna se acercase. Dicen que también llegó a posar, a solicitud de un ocasional fotógrafo, en posición de firme y a cabeza descubierta por respeto al muerto puesto bajo su protección.
Cuenta la historia que, después de unos minutos, el hombre tendido en el suelo abrió de pronto los ojos espantando al público que lo rodeaba. El agente policial, tras su primera sorpresa, dando muestras de su alto entrenamiento, desenfundó presto la pistola reglamentaria y, aunque con mano temblorosa, apuntó decididamente al aturdido chofer que, sin comprender aún dónde estaba, intentó incorporarse.
-“Alto!- gritó con voz potente y decidida el servidor del orden, calzándose la gorra del uniforme. –“Quédese quieto allí!”
-“Pero escuche” - balbuceó el pobre resucitado intimidado por el arma que temblequeaba amenazadora ante sus ojos.
-Nada de peros! “Si el doctor Pocho dice que usted está muerto, usted está muerto!”- sentenció el agente, mientras los vecinos largaban la carcajada y guardaban en sus memorias esta escena desopilante.
- Como en todas las historias populares, sólo nos queda afirmar que “se non é vero, é ben trovato”.