El Congreso de la Nación, tal vez la representación de cada uno de nosotros, o por lo menos lo que dice nuestra Constitución que es, votó la semana pasada en forma medio entre algodones, la media sanción de la ley que devolvería a cada jubilado la mínima dignidad que agradezca los años de servicio a este país. Esa media sanción que permitiría, solo a medias, poder comprar un kilo más de carne, tal vez un postrecito por mes, o simplemente comprar todas las pastillas que el médico recetó, y no sólo algunas.
Pero, según algunas versiones, llegar a este resarcimiento haría meter a nuestro Estado en un default nunca querido, en esa mala palabra que significa no poder pagar a nuestros proveedores, a nuestros prestamistas. Lo raro es que parece que nadie se da cuenta que no hay mayor proveedor de sacrificio que cada argentino que aportó durante toda su vida para llegar a una jubilación digna, que no hay mayor prestamista que quien hizo sus aportes para llegar allí.
Tal vez el default se logre con los pagos de tantas jubilaciones “de privilegio” que muchos políticos de ahora y de antes cobran por haber sólo levantado una manito bajo una orden, o bajarla con otra, lo que se dice, un zángano.
Nunca entendí el significado de “privilegio”, en realidad nunca entendí la asociación de esta palabra a la política, igualmente que no lo entienda no significa que no exista.
Pero el verdadero default es el que encontramos desde hace tiempo en las formas, en los métodos de decir las cosas o simplemente de llevarlas a cabo. También aparecieron la semana pasada las justificaciones de tantas denuncias de palabras o de dichos sobre el hiperconocido secretario de Comercio, el benemérito Guillermo Moreno, a quien se lo vio y escuchó en el medio de una reunión supuestamente democrática, donde debían votarse ciertas medidas, que gracias a sus instancias poco democráticas, no pudieron votarse.
Claro, tal vez este señor no sepa lo que es la democracia, porque no llegó a su puesto por este medio, ni tampoco por su carrera en la administración pública. Lamentablemente cada vez son menos los ascendidos por su capacidad. Parecería la prueba suficiente e irrefutable de tantas otras actitudes muchas veces comentadas.
Pero este señor es parte de una serie de señores, si se los puede llamar así, que no conocen otras formas de manifestarse, aunque el puesto que ostentan les exija un poco de respeto y cordura.
El ministro del Interior, tal vez el cargo más alto después del presidente, tiene entre sus palabras más usuales, las de “tarado” o “estúpido” al dirigirse a todo aquel que no coincida con su pensamiento, y ni que hablar lo que en vez de su boca sale de sus manos en el momento de escribir en alguna red social.
Otro de los encargados de los buenos modales es el nuevo ministro del exterior, que se despacha en su red social como no lo hacía cuando editaba su pasquín procesista en otras épocas. Lo malo es que en definitiva son tan comunicadores sociales como cualquier otro que pueda aparecer en algún medio en forma continua y generan una increíble imagen de intolerancia y falta de respeto que muchos miran y que viniendo del poder son como logros de ello.
Algunos no terminan de entender el significado de cada puesto y la llegada que poseen sobre muchos que pueden entender lo que dicen y en el contexto en el que lo hacen, y otros que solo ven actitudes asociadas al poder, actitudes de autoritarismo y desprecio que mucho distan del consenso y de la disertación de las ideas, esas que son las bases de cualquier poder leal a las decisiones del pueblo.