Selección de "Soy Mano" dedicada a las mujeres

7 de marzo de 2010 - 00:00

 

Mujeres III: De oficio “modista”

 

por Graciela Labale

No sé si fue la posmodernidad, el neoliberalismo, la globalización ni qué ocho cuartos, lo cierto es que muchos oficios desaparecieron y unos pocos sobreviven pero en vías de extinción.

Ya nadie arregla nada en el imperio del use y tire. Cómo hablarles a nuestros hijos del colchonero en la era del sommier. Sólo cada tanto, como de milagro, suele oírse el sonido de la siringa, una especie de flauta con tubitos, que anuncia la llegada del afilador de cuchillos y tijeras que resisten al paso del tiempo y al “Made in China”. Las que sí subsisten en algunos barrios son las modistas, condenadas a cambiar cierres o levantar ruedos de pantalones a las apuradas amas de casa modernas .

Con algunos kilos de más, el bolsillo flaco, poco ánimo para fiestas y el corazón destrozado, llegué hasta su casa-taller para ver si podía reciclar un par de trapos usados ante la inminencia de un casamiento.

Y ahí estaba ella, recibiéndome con su ancha sonrisa bonachona, como esperando mi llegada. La radio prendida, rodeada de telas y un maniquí, al que viste cada día con un ropaje distinto porque no le gusta verlo desnudo, se dispone a atenderme aunque esté tapada de laburo. Con una generosidad pocas veces vista, también como su oficio camino a desaparecer, me prueba con retazos cómo va a quedar su “obra terminada”, sin dejar de ofrecerme algo de abrigo ya que el pronóstico anuncia una noche fría para el sábado.

Salí de ahí victoriosa, con la cabeza en alto y la sonrisa que logró dibujarme esta hermosa mujer, que seguramente como tantas, libró muchas batallas pero consiguió ganarlas con la alegría de amar lo que hace y convirtiendo a su oficio en una fiesta cotidiana.

 

 

 

...Ellas

 

Por Víctor Koprivsek
Se adueñan de la mañana, con bicicletas, sus bolsas, sus chismes en compañía, solas, se amontonan en las esquinas, hablan, ríen, reniegan, son cientos, miles, la mañana es de ellas, entran en los supermercados, las tiendas, sacan cuentas, estiran monedas, llevan adelante el mundo. Lindas, feas, bien vestidas, pintadas, maltrechas, gordas, flacas, rubias, morochas, imperfectas, surgen de las casas a borbotones, ocupan veredas, se entrechocan, disputan esquinas, con sus hijos a cuestas, colgando de los senos, subiendo a los colectivos. El universo de la mañana las pertenece, todo funciona para que ellas se desaten, se expandan en la dimensión de una rutina de quehaceres cotidianos.

Son esposas, madres, amantes, amigas, novias, viudas, jóvenes, viejas, adolescentes, ellas surgen multicolores, bellas, son las mejores flores de los barrios, las que dan sentido al regreso de tanto hombre molido por los trenes, las lavadoras de tanto trajín, contenedoras de tanta ira silenciosa, los de tanta bronca amontonada, son las innumerables planchadoras que hacen de ranchos un lugar habitable, limpio.

Todo lo absorben, a veces en silencio o a veces a los gritos, arman, rearman, componen, suturan, empujan, reciclan, porque aquí, en los pueblos olvidados de Dios, ellas se elevan como torres insondables capaces de sacar sus uñas a la realidad, de volverse fieras enceguecidas cuando les tocan lo suyo.

Y nosotros, los hombres, tan sólo podemos amarlas u odiarlas.

Caemos sobre su cuerpo como torbellinos intentado apoderarnos de sus sueños, buscando afanosos hacerlas nuestras. Porque ése es nuestro mandato: ser el gran macho argentino, el gran hombre al lado de esa criatura sexual de formas y perfumes exquisitos, llenas de rincones húmedos a la hora de la siesta.

 

  

 Mujeres II

 

por Graciela Labale
“Tenía que olvidar mi amor para poder salvarme”, solía cantar Julia, cuando le preguntaban cómo andaba, mientras construía un muro de olvido. Quería convencerse que lo había olvidado. Pero bastaba una escena de alguna película, como aquella vez que mirábamos “Luna de Avellaneda” y aparecían la Morán y Darín sentados en el umbral de una casa, o cuando escuchó por primera vez “La última curda” cantada por un desgarrado Páez o algunas de esas noches de copas levantadas, para que los recuerdos, esos que llegan de visita de tanto en tanto, vuelvan a atormentarla.

Con un fracaso matrimonial a cuestas, tres hijos ya adultos y casi 60 años, había conocido a Alejandro en segunda vuelta, tras un par de historias sin trascendencia. Fue un amor fulminante de esos que ocupan todos los espacios de la vida. Buen compañero, buen amante, buen amigo, poco le costó entregarse a una relación que nunca había vivido en su vida.

Pero el destino o sus propios prejuicios le tenían reservada una mala jugada. Como muchas mujeres de su generación nunca pudo blanquear la relación ante los hijos quienes, implacables, se habían adueñado de su vida y de su futuro. Un viaje de Alejandro al exterior apuró la decisión. Él debía radicarse por 2 años en España y rogaba por su compañía. Pero Julia no pudo y el final no tardó en llegar. Una vez más y como siempre había sido, “el debe ser”, equivocado por cierto, le había ganado a su deseo.

Hoy deambula por las calles de Buenos Aires, por los bares de Palermo Viejo a los que solía ir con él, empastillada o con un par de copas de más mientras canturrea, siempre canturrea “o acaso aquel romance que sólo nombra, cuando se pone triste con el alcohol”: Sola, siempre sola.

 

 

 

 

La Cotidiana

 

por Víctor Koprivsek
Délfora Gutiérrez es una gorda que te relojea desde un sillón tipo mecedora, siempre con un cigarro entre los dedos. Una vieja pintarrajeada que se ríe con un desparpajo colosal, tiene una verruga en la nariz y le faltan los dientes. Vive en pleno centro y le dicen “La Cotidiana”.

En el día nos reinventamos. El hervidero sacude a la mañana en la estación.

Café, chipá, tortafritas, bolitas de fraile, verduras, cuatro pilas por un peso, panchos, sánguches de miga, churros, tortillas y bizcochitos. Hay que ganarse el pan mi hijito.

Las estaciones de ferrocarril son el centro del torbellino a las cinco en punto, cuando comienza el día. Hasta allí llega la masa de trabajadores desde los barrios y se entrevera con los distintos personajes que, llueva, truene o haga 5 grados bajo cero, esperan.

El amasijo de la mañana se rebela.

Cuando pienso en imágenes de lo cotidiano, pienso en los mil rostros que se cruzan por nuestra vida y de los cuales de algunos apenas sabemos su nombre o ni siquiera eso. El que te vende el boleto, el kiosquero de los puchos, el que levanta quiniela, la señora que cada vez que te cruza te cuenta su problema en la rodilla, el desconocido que siempre se toma el mismo colectivo que vos.

Es claro que estos personajes están íntimamente ligados a los hábitos de uno, si tenés auto será la cara del pibe que te carga el combustible, qué se yo.

En la cotidiana estamos todos. También podemos decir que “La cotidiana” tiene una nueva acepción que fue tomando fuerza en los últimos diez años, es la guita juntada al final de la jornada, también conocida como “La diaria”. Cinco, diez, quince, veinte, cincuenta pesos, todo suma.

Digo esto porque la mayoría de los personajes que cruzamos a menudo en la calle viven el día a día, son genuinos sobrevivientes de estos tiempos que nos tocan. Llegan con sus mesas, sus paños, sus bicicletas, ocupan esquinas y comienzan a laburar “La diaria”.

Como cardúmen de fuego emerge la ciudad entre semana, con mujeres rumbo a la peluquería y pibes con el bolsito hacia las fábricas, personajes en la cola del banco y la panadería. Cada uno con sus rituales y sus cábalas.

Son los conocidos de siempre que te ofrecen el cafecito en el andén, la chipa o el diario, algunas veces te piden fuego o vos a ellos, y así, mientras tanto, se va tejiendo el día.

En tanto, a dos cuadras de la plaza, desde la ventana de su pieza sobre la calle La Madrid, Délfora Gutiérrez, más conocida como “La Cotidiana”, nos mira de reojo sentada sobre el balancín, sonríe burlona y de vez en cuando se mece...

 

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