Un Tratado con la historia ambiental

21 de febrero de 2010 - 00:00

 

 

Un ejemplar de tala que subsiste en una calle de nuestra ciudad.  

 

 

por Fernando Juan D’Auría

 

Un asentamiento para mi Pilar, un pueblito viejo viviendo a orillas de la margen derecha del río Luján abajo, formado por pioneros pobladores descendientes de aquellos que a mediados del siglo XVIII veneraron a la imagen de bulto de Nuestra Señora del Pilar y recibieron el llamado fundacional para formar los cimientos de mi sociedad.

Un Pilar Viejo que hundió sus raíces en pleno humedal rodeado de ceibales, acacios, sarandíes colorados, sens del campo, pezuñas de vaca, duraznillos negros, serruchetas, flechillas, ombúes, sauces criollos y de algunos bosquecitos entretejidos de talas y de espinillos, regalos leñosos que el espinal periférico nos obsequió a través de semillas que nuestras aves pampeanas supieron traer en su migrante interior y sembrar dadivosamente en estos lares.

Un ambiente para aquellos comienzos del siglo XIX, que la historia ya había señalado para que ocurrieran grandes sucesos en este lugarcito del norte bonaerense.

Un pueblerío de casas y ranchos bajos, construidos con poca madera, pues no era un recurso que el medio ofreciera en estos terrenos con declive fluvial, matizado con algún montecito de duraznos, higueras, ciruelos o algún otro dulce frutal que los inmigrantes europeos trajeron en esa interacción cultural lograda, junto a algunas forestales que dieron buena sombra y futuro material de construcción.

Tiempos cuando las periódicas crecidas del Luján habían hecho tomar la decisión de trasladar el pueblo hacia un Pilar nuevo, y se entrelazaba la historia con algunos desencuentros religiosos que la Iglesia tenía con el párroco de la Capilla.

Ya éramos independientes de España pero todavía sin una Constitución unificadora de los sentires de cada uno de los habitantes de este incipiente país.

País que disputaba poder entre unitarios y federales, y fue Cepeda la previa bélica para que se firmase en nuestro suelo el primer pacto preexistente a la Carta Magna argentina, entre los representantes de Buenos Aires, Santa Fe y Entre Ríos.

El devenir de la historia y el deseo del pueblo construyó luego de este glorioso 1820, un Pilar nuevo con disposición en damero, con una hermosa plaza central, y rodeado de chacras y extensos campos cercados por altivos centinelas arbóreos: eucaliptos, casuarinas, tipas, cipreses y álamos dejando para el casco de cada predio rural a las higueras, palmeras, ligustros, ombúes y paraísos.

Los vecinos frentistas de sus calles decidieron plantar en sus veredas: plátanos, sóforas, acacias blancas, almeces, y mucho después fresnos y arces, dándole a este Pilar democrático un verde especial que complementaba al de la selva en galería de las márgenes de nuestro río Luján.

A ciento noventa años de aquel Tratado federal, que un 23 de febrero quiso, además de mencionar los intereses de los triunfadores de Cepeda, hablar de la libre navegación de los ríos Paraná y Uruguay, bajo la visión constitucionalista de Sarratea, López y Ramírez dignifiquemos, estimados pilarenses, este ambiente que a lo largo de la historia supimos conseguir y hagamos todo lo posible para conservarlo con el humano fin que nuestro futuro también haga plena su existencia en este Pilar de y para todos…

 

 

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