Por Chino Méndez
Por Chino Méndez
Cuando la baraja me echó naipes ajados he recurrido a la mentira, como todo jugador que cree saber jugar. A veces me creyeron y otras no. Ni sospeché del garrote de basto ni del filo de la espada que me aguardaban a la vuelta del destino. Todo por no saber oír el llamado del pie, no alcanzar a descifrar las señas, no poder jugar, en el buen sentido, con el otro. No se trataba de confianza en la intuición, muchas veces sólo era necedad. Claro que hay partidas que uno debe jugársela mano a mano con otro, pero, al margen de resultados, esa experiencia no resulta ser la misma después de haber aprendido del compañero, compañera o compañere que pide o llama del otro lado de la ronda.
Saber escuchar es una virtud y también es la necesaria antesala para escucharse. Por ejemplo, el otro día subí a un tren atrasado en la estación de Derqui, a las 17.30, atestado de gente. Entre el furgón y el penúltimo vagón una multitud de albañiles, vendedores ambulantes y pibas con hijos sofocados iban bebiendo vino con gaseosa y fumando marihuana. Entre ellos un parlante al mango con música que no era de mi agrado, cantaban con los brazos en alto como en una cancha de fútbol, pero gritando con la boca en las ventanillas con una verborragia casi carcelaria. Mientras sentía que me estaba haciendo al espiedo pensé “estamos al horno” “¿Cómo se modifica esto?”. Juro que intenté abstraerme vanamente y deseé profundamente que se bajen, pero ellos cantaban y reían a pesar del agotamiento y “la” calor insoportable. Sentí que la intención de ese malón era incomodar al resto y aseguro que conmigo lograron su cometido. Cuando finalmente descendieron en Sol y Verde abundó el silencio y ojos mirando celulares y auriculares que remontan a distintos universos individuales.
A la vuelta, el viaje fue más sereno. En mi cabeza repasé la ida, allí aparecieron mi cansancio, mis culpas y la jaula en la que me supo depositar mi responsable e insoportable cordura, y que con esa sumatoria no gritaba ni reía a pesar todo, ni incomodaba a nadie, tan sólo me calcinaba por dentro… ¿Cómo permutar tantas cosas? Y por último ¿Quién me creía que era? ¿Arriba de qué pedestal miraba a esa gente que volvía de pelearla? Cualquiera es Gardel con cartas buenas, me consolé.
Ya en la soledad de mi casa, como para apaciguar ciertas cuestiones, busqué complicidad en mi música, la que escucho yo, en alto volumen. Al salir al patio con pucho en mano, la vecina del fondo me invita una cerveza y entre risas casi piadosas me dice “¡No podes escuchar eso!”.
…”no hay revoluciones tempranas, crecen desde el pie”…