Por Graciela Labale
Por Graciela Labale
“Hago falta... yo siento que la vida se agita nerviosa si no comparezco, si no estoy... Siento que hay un sitio para mí en la fila, que se ve ese vacío, que hay una respiración que falta, que defraudo una espera... Siento la tristeza o la ira inexpresada del compañero, el amor del que me aguarda lastimado... falta mi cara en la gráfica del Pueblo, mi voz en la consigna, en el canto, en la pasión de andar, mis piernas en la marcha, mis zapatos hollando el polvo... los ojos míos en la contemplación del mañana... mis manos en la bandera, en el martillo, en la guitarra, mi lengua en el idioma de todos, el gesto de mi cara en la honda preocupación de mis hermanos”. (De “Guitarra negra”, Alfredo Zitarrosa).
Este fragmento de “Guitarra Negra” lo compartió el viernes un compañero uruguayo, Fernando Urrutia, desde su orilla y yo lo sentí como un acto de solidaridad con lo sucedido en nuestra orilla. Desde este rinconcito semanal, sin el menor deseo de polemizar, ni discutir (para ello hay otros espacios) solo quiero hablar de mi sentir que sé es el de muchas y muchos de mi franja etaria.
Ver el intento de magnicidio hacia la Vicepresidenta de la Nación, un arma apuntando a su cabeza, confusión, corridas, malas prácticas entre sus custodios y muchos etcétera, me desplomó en el sillón en el que suelo disfrutar de alguna ficción que elijo en Netflix. Esta vez no era una película, estaba pasando aquí y ahora. Al toque empezaron a caer mensajes y llamados en el teléfono de amigas, amigos y familiares que estaban tan paralizados como yo. Fueron horas en las que para mí quedaron en un segundo plano el ajuste, los tarifazos, los malos salarios, las magras jubilaciones, que bien sé que están para atrás, y otras incongruencias que padezco y no esquivo. Ahora pasaba otra cosa. Alguien había atentado contra la máxima figura política del país y eso nunca había sucedido.
Otra vez me tocaba presenciar un hecho tremendo, uno más de los tantos que me tocó vivir en mis 71 años. Por eso costaba salir del sillón que se había convertido en una especie de trampa, de agujero negro. Fue ahí que empecé a pensar en el valor simbólico que tenía para mí y para la gente cercana a mi edad, lo que acaba de ver por la pantalla de TV.
Soy de la generación que vivió como protagonista dictaduras, una de ella feroz, con la pérdida de tantos amigos y compañeros queridos, que supo lo que era el miedo en carne propia, la que no dudó en acompañar al presidente Alfonsín, sin haberlo votado, en aquella dolorosa Semana Santa o en la otra asonada de Seineldín donde las balas de goma nos picaban al lado, el 2001 y así podría seguir y seguir hasta cansarlos.
Otra vez el terror se había apoderado de mi sentir. Una vez más. Y una vez más a la Plaza, con compas de siempre, ya no necesitan tanques para dar golpes, otras formas más sutiles, y no tanto, se han impuesto. Teníamos que estar, por eso será que éramos muchos los “sueltos” que peinando canas caminamos con caras de pesadumbre junto a muchos jóvenes hijos de la democracia que sin fantasmas cantan y bailan cuando una solo quiere llorar.
“Yo amo.
Tu escribes.
El sueña.
Nosotros vivimos.
Vosotros cantáis.
Ellos matan.” (Roberto Santoro, poeta secuestrado el 1 de junio de 1977 en su lugar de trabajo, una escuela).