Por Graciela Labale
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Semana convulsionada, esta última, si las hay, para quienes vivimos y sobrevivimos en nuestra amada Argentina. Siempre con pasaje sin escalas entre el amor y el odio. Siempre al límite. Siempre entre el asombro, la bronca, la desilusión, la esperanza y el coraje de seguir eligiendo esta tierra.
La buena, aunque no suelo celebrar la muerte de nadie, solo de algunos que fueron apóstoles de la muerte, es que por estos días dejó de respirar el mismo aire de nosotros, Miguel Etchecolatz, una de las peores caras del horror de la noche más negra que jamás hayamos vivido. Y murió de viejo, solo, en la cama de un frío hospital porque su condición de reo no había cambiado a pesar de su edad. Aunque lo habían intentado, nunca recibió el beneficio de la prisión domiciliaria, sino que seguía en cárcel común cumpliendo la perpetua sentenciada. Lástima que se llevó muchos secretos, nunca habló ni de la primera ni de la segunda desaparición de Jorge Julio López de la cual era culpable, ni de dónde está Clara Anahí Mariani, la nieta de Chicha ya que él fue el responsable de aquel salvaje operativo. Tampoco jamás, como muchos, mostró ni un indicio de arrepentimiento, con su cara de piedra, esbozando una sonrisa, escuchó impertérrito los juicios que lo tenían de protagonista. Ni siquiera su hija soportó llevar el apellido Etchecolatz, debiendo transitar un “recorrido particular y singular para desafiar, para suprimir y así sustituir una herencia, un legado sangriento y horroroso” (1).
“A veces me pregunto: ¿Cómo podrán dormir,
hacer la digestión, beber un sorbo de buen vino,
mirar a los hijos en los ojos, dar la mano?
A veces me pregunto: ¿Podrán sembrar alguna planta,
acariciar a un perro, cuidar de los ganados,
amar a sus mujeres, darle los buenos días al vecino?
A veces me pregunto: ¿Podrán contar la plata que les queda, tener puntualidad para sus pagos, perdonar a sus deudores, alimentar proyectos de futuro, levantar una casa?
A veces me pregunto: ¿Recordarán los nombres y las fechas,
verán algunos rostros, sabrán qué hacían los domingos,
cómo amaban la vida, cómo cantaban diariamente?
A veces me pregunto: ¿Podrán soñar de noche sin turbarse,
despertar sin tener la boca amarga, matarse la conciencia,
olvidar algún grito, quitar la sangre de sus manos?
¿Olvidarán que a algunos los lanzaron al mar
como sembrando peces doloridos, a otros les cruzaron el pecho con las balas hasta hacer estallar las rosas de la sangre y a todos los cubrieron con oprobio, con torturas,
flagelaciones que duelen más allá de la muerte?
A veces me pregunto si logran el olvido.
Confieso que yo ni un solo día he dejado de pensarlo
y que exijo una forma que dignifique el alma, provoque los regresos, devuelva algunos cuerpos, castigue a los culpables
que así se dedicaron a prostituir la vida”. Hamlet Lima Quintana.
(1) de los textos utilizados en la investigación Genocidio y Filiación.