Por Chino Méndez
Por Chino Méndez
¡Cuánto cuestan estos días! Uno más que el otro. Un número lleno de soledades que siempre crece. Y heridos, tal vez, por los silencios que aturden, algunos perseveramos en el error de seguir lastimándonos. Allí parados a dos milímetros de la última cagada, el trago que antecede al derrape, el sorbo que endurece las pupilas e intenta al pedo seguir remontando hacia adentro tanta lágrima contenida. Es que en esta vida sin vida, en estos días de miedo tormentoso cuesta tanto mirar hacia adelante. Porque mañana no llega nunca y el presente anda solo, jugando con la muerte. Quizás por eso el pasado suele ser muy cómodo. Algo así como revivir un momento cristalino para sentirse vivo. Ustedes dirán que el pesimismo no ayuda y estoy de acuerdo. Y hablarán de los afectos y también coincidiré. Pero la pucha, qué escurridiza es la esperanza en este calendario interminable.
Me rehúso a ver estadísticas noticiosas tanto como a maquillar las sonrisas o ponerle un antifaz a la tristeza en alguna red social.
Encerrado en el confinamiento de mi laberinto y, a su vez, ordenando un poco el desorden que dejan mis hijos cada vez que se quedan en casa, me encuentro botines de fútbol, remeras, medias, cucharas bajo las camas, dibujos de elefantes amarillos y búhos rojos y árboles azules. En fin, terrible lío. Por allí, en un rincón andan las piezas de un viejo rompecabezas, de esos de fácil resolución para grandes, pero que son todo un desafío para niños. Caprichosamente o no, intento armarlo pero le faltan piezas, a muchas de ellas las recuerdo tan bien que podría dibujarlas y pintarlas sobre un cartón y recortar la forma exacta para suplantar la ausencia de las originales. Pero al ruiseñor de alas y cola castañas que se acerca a la flor violeta le falta parte del cuerpo y si bien recuerdo su pico abierto, su pecho inflado y hasta el despliegue del ala faltante, olvidé la expresión de su mirada. Voy bien hacia atrás en la memoria para lograrlo, con el papel del elefante amarillo en las manos. Como el abuelo de algunas muñecas, el mecánico de algunos autos sin ruedas o el guardián de ciertos apuntes de historia, voy colocando, celosamente, las cosas en su lugar. Antes de meterme a ordenar mí cuarto pienso, que a lo mejor, solo deba inventarle una nueva voz a los ojos del ruiseñor y soltarlo.