Literatura

Lejana Buenos Aires (6ª entrega)

Por Redacción Pilar a Diario 26 de noviembre de 2021 - 07:53

Por Mauro Peverelli

A veces sólo camino. Tomo una calle. La Diagonal Norte, por ejemplo. Hasta la plaza. Bajo por Bolívar hasta San Telmo. Es un día hermoso. La primavera explota en cada brote que verdea los árboles en las calles, o en las plantas que se precipitan desde ventanas y balcones. Una hilera de ciclistas baja por Bolívar. Llego a la avenida Belgrano. Doblo y camino hasta Defensa. Cuando llego al convento de Santo Domingo me quedo mirando el mausoleo donde descansan los restos del general Belgrano. ¿Cómo se hizo la patria? Es la pregunta que surge, cuando se está en estos lugares. Hay mucho tránsito en la avenida. Un concierto repentino de bocinas estalla en una esquina. Revive la antigua disputa entre taxistas y colectiveros.

Hombres y mujeres andrajosos. Tierra en las orejas, en la boca y en los ojos. El puño apretado a las lanzas, a las bayonetas y pistolones, o simplemente a las empuñaduras cuarteadas de facones improvisados con el hierro de viejas limas devastadas con la piedra. Ahí va el general Belgrano, por inhóspitos caminos pedregosos. Un abogado, un contador que había estudiado en Salamanca. El abismado cielo de la puna de techo en noches de campaña. Había creado la bandera. Juntó los colores borbones y le dio una insignia a cada soldado para que pudieran distinguirse del enemigo. El manco Paz cuenta, en sus memorias, que en Ayohuma, el trapo que había sido bandera, que había sido blanco y celeste en la punta de cada lanza, se había desteñido por la larga exposición al sol, a la intemperie. El pequeño grupo de hombres, que formaban su tropa, arremete contra el ejército realista. El enemigo ve los trapos blancos atados en las lanzas, y piensa que los argentinos vienen a rendirse. La batalla es una confusión, un desmadre, una locura.

Con Ana era distinto. Todo era distinto. Nos encontrábamos en El Colonial, los martes, los viernes, cualquier día de la semana. El Colonial era la mitad de grande de lo que es hoy. Había, allí donde el salón se extiende hacia el fondo, una pequeña galería comercial. El ambiente del café era bastante más acotado, más íntimo. Como estaba vidriado, también a su espalda, porque esa parte daba a la galería, tenía unas altas cortinas amarillas que cubrían los ventanales. Era propiedad de Miguel Ambrozzi, que se fue joven, no tenía siquiera cuarenta años.

Llegaba y la veía sentada, de espaldas a la barra, en una mesa pegada al vidrio. Miraba la iglesia, la plaza. Anotaba algo en un cuaderno que siempre llevaba con ella, que nunca me dejó leer. Una vez se lo espié, por encima de su hombro. Se lo había olvidado abierto, sobre la mesa. Tenía la mitad de la página escrita, con una letra puntiaguda y apretada. No se entendía mucho. En la otra mitad de la hoja había un dibujo de las dos torres de la iglesia de Pilar. Estaba hecho con birome, como quien garabatea un boceto para después corregirlo o copiarlo en otro papel. Pero, para ese propósito, tenía un problema. Era perfecto. Había conseguido, con unas breves líneas, el raro misterio que empuja a esa intemperie de la mirada cuando se topa con aquello que trasciende el tiempo.

Hay bastante gente caminando por las veredas. Sigo por Defensa. Hudson cuenta, en Allá lejos y hace tiempo, que cuando visitó por primera vez Buenos Aires, a la edad de seis años, le llamaban la atención unos postes que había, plantados a lo largo de las calles, al borde de estas veredas estrechas. Decía que se habían usado, en tiempos más remotos que el suyo, para atar largas sogas de cuero curtido, que no dejaban caer a los peatones a las calles, y así protegerlos de los carruajes, de los arreos que las ocupaban a cualquier hora del día. La mejor literatura gauchesca, no recuerdo si fue Borges o Piglia quien lo dijo, fue escrita en inglés, y fue escrita por Hudson.

Los sábados veníamos al centro. Ana era intrépida. Tocábamos los porteros eléctricos de los edificios. Antes no era como ahora, que nadie te abre la puerta de calle desde arriba, apretando un botón en su teléfono. Ana hablaba. Si escuchaba la voz de una mujer decía algo así como: tía soy yo, abrime; o abrime ma, ya llegué. Alguien siempre abría. Subíamos hasta las terrazas, que tenían siempre la puerta abierta. Mirábamos los demás edificios, las arboledas cubriendo en hilera las avenidas, la ciudad como un inmenso laberinto de piedra. Las terrazas eran todas iguales. Piso de baldosas plastificadas. La mayoría eran rojos. En algunos las baldosas eran de colores, como en las terrazas griegas de Spilimbergo.

En San Telmo hay mucha gente. En algunas calles y en algunos horarios ya no entran los autos. Los bares sacan sus mesas a las veredas. Hay un hombre acostado en el piso, en la entrada de una galería de anticuarios. La galería está cerrada y el hombre está tirado allí con todas sus cosas apretadas al cuerpo. También un perro pequeño, del tamaño de un roedor, duerme enroscado y pegado a su espalda.

Una vez subimos a una terraza, en un edificio muy alto, que estaba cerca del río. Esa vez nos quedamos un rato largo. Ana tenía los codos apoyados en el muro que hacía de baranda. La pera sobre las manos. En ese momento debí darme cuenta, pero no lo hice. Ella miraba la distancia, la superficie plana de ese río que no se termina nunca, ni cuando los ojos llegan hasta el horizonte. Cuando se está con alguien, siendo tan jóvenes como lo éramos nosotros en aquél tiempo, se suele pensar que la comunión es total, que las dos personas funcionan como una sola, y que no hay pensamientos que escapan a la percepción del otro. Pero no siempre es así. No eran solo sus ojos, ese vago resplandor en su mirada, aquello que, esa mañana de sábado, estaba posado en la distancia.

Me meto en un bodegón que hay, del lado de afuera del mercadito de San Telmo, sobre la vereda de la calle Perú. Hoy Puchero, dice, escrito con tiza de color verde, en una pizarra que hay en la vereda, casi llegando a la esquina. Pido una cerveza.

Alguien, hace unos años, se robó del Museo Histórico Nacional el reloj de oro que Belgrano le obsequiara, a su médico y amigo, momentos antes de su muerte. La noticia apareció en todos los diarios. Un tiempo después se consiguió dar con los responsables. Pero el reloj nunca apareció. Siempre pienso en eso. Un objeto invendible. Demasiados ojos encima. Acaso quien lo conserva, pienso, pretende capturar, quedarse con un pedazo de la historia. Como si, con ese acto, consiguiera apropiarse de un momento, un instante del antiguo tiempo de la patria.

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