Literatura

Lejana Buenos Aires (5ª entrega)

Por Redacción Pilar a Diario 19 de noviembre de 2021 - 07:45

Por Mauro Peverelli 

 

Después, después vino el olvido. Los años vinieron, todos de golpe. Cuando se mira atrás se entiende eso. Cuando se es joven, en cambio, los años son una pesada carga que hay que llevar encima. Lo que importa, a esa edad, es lo que está por pasar. El resplandor huidizo con que el futuro alumbra las promesas que casi nunca cumple.

Voy hasta Palermo, en colectivo. Están arreglando la avenida Santa Fe, entonces el chofer se desvía, se mete por unas calles laterales y se interna en un barrio de pasajes y de calles angostas. La marcha se hace más dificultosa todavía. Da la impresión, algo angustiante, que es la primera vez que lo hace, que no conoce las calles, el barrio. El subte es más rápido, más diligente. Es incluso en sus cercanías donde la vi las dos veces. Y es mucho más probable que sea allí donde pueda encontrarla. Prefiero, sin embargo, el colectivo. Aquí arriba está la ciudad.

Voy a entregar un libro. Mi actividad por estos días se reduce a esto. Vendo libros antiguos y objetos de arte por internet. Es de tarde. El colectivo por fin avanza. Retoma Santa Fe. Me bajo en el jardín botánico. 

La tarde se había ahondado en ayeres, los hombres compartieron un pasado ilusorio. Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

Uno busca a Borges en este barrio. Y quizás eso sea un síntoma. No queda nada de aquél Palermo por estas calles. Menos aún, por supuesto, de aquellas vacías extensiones donde él pensó su Fundación mítica de Buenos Aires.

La vida en Pilar seguía, con esa rara perplejidad que embargaba a todos, que nos interpelaba, por el hecho de asistir al despertar democrático que se produjo a mediados de la década del ochenta. Recorríamos los bares, los boliches. Fueron los últimos años de Sirrosis, que estaba en la calle Lorenzo López, a un par de cuadras de la plaza. En la plaza se hacían las fiestas patronales. Los corsos. El centro explotaba de gente. El estado de ánimo, de aquellos años, suelo pensarlo ahora, era una mezcla de alegría y de culpa, también algo de temor, si se quiere. Habían pasado cosas terribles. ¿Cómo se podía ser feliz, estar alegres, con todo lo que había pasado?

Camino por la calle Malabia, hasta Charcas. Me fijo la dirección. Faltan un par de cuadras. Escucho el ruido de una alarma, de un auto que está estacionado a unos cuantos metros. Son los sonidos de la ciudad, pienso, bocinas, sirenas y alarmas. Han reemplazado a los pájaros, a los vendedores ambulantes, al organillero de Carriego. Es el progreso. No hay cómo resistirse a eso.

Con Charly íbamos a jugar al billar al bar de Paty. Estaba en el caserón antiguo de la esquina de San Martín y Fermín Gamboa. Por la vereda de ese bar vi pasar por primera vez a Ana, Ana Rodríguez. Me llamó la atención el atuendo. Se vestía como se visten las chicas hoy, treinta años después. La ropa, hay que decirlo, era muy importante. Siempre lo es, por supuesto, solo que la época venía con cambios, y eran cambios dramáticos. Cierto clasicismo pacato, del vestuario vigente, se veía amenazado por algunas innovaciones a las que la mayoría rechazaba. Había gente, por suerte, a la que no le importaba.

Toco el timbre. Es una casa de dos plantas, con una fachada austera, no dice mucho. Sale un hombre, de unos setenta años. Me saluda, me agradece por haberme llegado hasta allí. No correspondía, me dice. No hay problema, aprovecho para caminar un poco. Toma unos anteojos, que lleva en la cabeza, y mira la tapa del libro. Es el Cancionero del tiempo de Rosas. Hace correr unas páginas. Lee: Cielito y cielo nublado por la muerte de Dorrego, enlútense las Provincias, lloren cantando este cielo.

Levanta los ojos de la página. Mira hacia atrás, hacia el interior de la casa, y llama a alguien, le pide que le alcance una birome, para firmar el recibo. Es increíble, dice después, con los ojos en la misma página del libro. Doscientos años después… Hace un gesto con la cabeza. Se saca los anteojos. Tantos años y seguimos discutiendo las mismas cosas. Me mira. Su comentario me habilita a contestarle. No han sido resueltas nuestras históricas contradicciones, le digo. Es cierto, acepta. Vuelve al libro, pero ya sin leerlo. Un género desaparecido, dice, el de los Cielitos Patrióticos… es raro, nadie lo revivió… es tan argentino; tiene el germen de un lamento que después aparecerá en las milongas sureras, y por fin en el tango. Se acerca una mujer, de su misma edad. Saluda, le alcanza el bolígrafo y se vuelve. Las marchas políticas, le digo. Firma el papel y me mira, con marcado interés. Los cánticos de las marchas... es lo más parecido a los Cielitos patrióticos. Es cierto, acepta con gesto alegre y complacido. No lo había pensado, es la música con mayor carga política que existe hoy es… Intercambiamos un par de ideas al respecto. Por fin me saluda, vuelve a agradecerme por haberle llevado el libro, y nos despedimos.

Ya es de noche. Camino un par de cuadras. Estoy seguro que este es el barrio de Malena. Las veces que la vi, como decía, fueron en las cercanías del subte que viene hasta este barrio.

Fue en casa de Guillermo Rodríguez, un compañero de colegio, donde volví a encontrarme con Ana. Nos habíamos juntado para estudiar matemáticas. Se avecinaba un examen y lo que sabíamos no era mucho. Ana resultó ser su hermana. Apareció en su casa, de pronto. Teníamos la mesa de la cocina repleta de libros y de carpetas. Venía de la calle. Volvió a impactarme su presencia, su manera de vestir, la desenvoltura y el desprejuicio con que se manejaba. Tenía el pelo corto, usaba anteojos, usaba unos borcegos con plataforma de goma, absolutamente inadmisibles entre las chicas de aquella época. Guillermo nos presentó. El chico del billar, dijo ella y me dejó totalmente sorprendido. Había registrado mi presencia, aquella tarde, en el bar de Paty con Charly, hacía ya unos cuantos días.

Vuelvo al colectivo. Pienso que la vida tiene a la memoria para constituir un presente soportable, para que los días no aparezcan vacíos, invivibles. George Steiner refiere, en uno de sus libros, que existían algunas tribus sudamericanas que tenían una concepción absolutamente distinta de cómo comúnmente pensamos en el tiempo. El pasado, dice, los recuerdos, para los pobladores de estas tribus, están delante, porque es lo que ya pasó y está a la vista. El futuro está detrás, se empequeñece mientras la vida transcurre. No vamos hacia el futuro, nos alejamos de él. Lo que se achica, dice Steiner, lo que se empequeñece, es la esperanza. 

Salimos un tiempo con Ana. Tuvimos nuestros buenos momentos, y también de los otros. Está, ella y aquellos años, en aquél pasado que tengo adelante, que se ensancha a medida que lo recuerdo. Estoy de vuelta en el barrio de Congreso. Camino las cuadras hasta mi departamento. Hay luna llena. Se ve inmensa en cada una de las bocacalles que atravieso.

De todos modos la memoria, pienso, se encuentre donde se encuentre, es selectiva, caprichosa, porque a Malena, que es a quien recuerdo hoy, a Malena, para ese entonces, ya la había olvidado.

Fotos: Carla Peverelli.

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