Soy mano

Los arrinconados

Por Graciela Labale

Por Redacción Pilar a Diario 23 de diciembre de 2017 - 00:00

La Debo y el Jhony vivían a dos casillas de distancia. De esas que adentro, la lluvia es más lluvia, con goteras como lágrimas ruidosas que caen y saltan en el fuentón de lata. Sólo la pestilencia de ese pasillo de barro los separaba, tan cercanas eran sus casas que podía oírse bien clarito el llanto del Jhony cuando recibía los tortazos de su padre, cuando volvía borracho.
Fueron juntos a la escuela del barrio, muchas veces sólo por la taza de cascarilla caliente. La Debo tenía un cuaderno tan impecable como el guardapolvo de apurado lavado diario, para ir a clases de “punta en blanco” como decía la Rosa, su mamá. Le gustaba hacer las tareas en esa única mesa acostumbrada a todos los quehaceres, los cuentos con finales felices y las figuritas de brillante.
El Jhony siempre llegaba tarde a clase, casi dormido, es que en su casa las noches eran interminables. La seño renegaba mucho con él, a veces se sentía avergonzado si la reprimenda era mayor, otras se enojaba tanto casi como su papá y terminaba golpeando al que tenía al lado. Le costaba aprender, nunca pudo superar la tabla del 2.
Pasaron los años y la Primaria llegó a su fin para Debo; Jhony la había dejado tiempo atrás cuando la mandaron a rebuscársela para la diaria, después que su padre cayera preso por acertarle una cuchillada fatal a un vecino en pleno superclásico con vino pendenciero.
Un día mientras la piba, saltando charcos apurada para trepar al único colectivo que la dejaba en la puerta de la Secundaria, Jhony volvía de gira, juntando la moneda, aunque su destino de paco y alcohol estaba profetizado. Nunca dejaron de saludarse y sonreír al paso, pero ese día, zarpado de tanta noche se puso cargoso, pretendió robarle un beso y meterle una mano en los pechos. La Debo era su temprana obsesión, la espiaba, la vigilaba, sabía todo de ella.
Una fría mañana de invierno, cuando el barrio aún dormía, Jhony volvía con sus ojos inyectados, esa noche, había debutado con la tumbera heredada de su padre y para tomar coraje en tal absurdo, no dudó en meterse lo que fuera por la nariz. Llegaba con esas zapatillas que miró tantos meses en la vidriera. Esta vez sí la Debo se iba a fijar en él. Pero fue una mañana distinta, a la Debo la vino a buscar un chaboncito con cara de gil de escuela, los dos salieron con los libros bajo del brazo y ni se dieron cuenta que, tambaleante, el pibe había entrado para esconderse en uno de los rincones de esas construcciones arrinconadas.
“Es mía o no es de nadie” pensó cuando disparaba la bala que atravesó el corazón de la piba, mientras corría a acostarse en las vías.
-“Es mía o no es de nadie!” seguía gritando hasta que el silbato del tren apagó para siempre su voz. 
 

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