APUNTES DESDE LA OTRA VEREDA: Siempre está

Por Hernán Deluca

18 de mayo de 2011 - 00:00

 

 Lo dijo la semana pasada, en el Festival de Cannes: “A veces, soñamos con que el tiempo pasado fue mejor, pero es porque solamente recordamos de ese pasado las cosas buenas de la vida y nos olvidamos de las otras. Yo puedo pensar que París en los años ‘20 era una fiesta, o que la Belle Epoque era más apasionante, pero cuando uno tenía que ir al dentista no te ponía novocaína, y tampoco existía el aire acondicionado. Creo que no me gustaría vivir en ninguna otra época que la que me tocó vivir: suena seductor, pero es una trampa, una manera de evadirse.”

Seducción, trampa, evasión. Todo eso y mucho más vive en su cine, el cine de Woody Allen.

No sé si definirlo como milagro o como una exagerada generosidad del destino, pero, para mi diminuta manera de ver el mundo, se le parece bastante. A comienzo de este año, en febrero, se estrenó “Conocerás al hombre de tus sueños” (2010); la semana pasada, en el festival citado, fue el turno de “Medianoche en París” (2011); y, mientras eso sucedía, los que manejan el negocio por estos pagos, se decidieron y, ¡al fin!, pusieron en cartel  “Que la cosa funcione” (2009).

Woody Allen por tres. Sí, un milagro.

Lo primero que llama la atención en “Que la cosa funcione” tiene que ver con el momentáneo abandono del exilio europeo para regresar a su ciudad, New York y retratar a uno de los personajes más ácidos de su ácida filmografía. Mucho más que Alvy Singer (“Annie Hall, dos extraños amantes”, 1977), mucho más que Mickey (“Hanna y sus hermanas”, 1986). El otro dato está en el elenco. Últimamente, sus películas, fueron protagonizadas por verdaderas estrellas de la industria; Scarlett Johansson, Will Ferrell, Hugh Jackman. En este caso, el papel del protagonista, Boris, es representado por Larry David, genial guionista y creador de la exitosa serie “Seinfeld”, pero, con poca exposición frente a las cámaras.

Desde hace años, toda la crítica del mundo se queja y cansa diciendo que Allen se repite, que está acabado, falto de ideas, etc. En cambio, yo me alegro cada vez que vislumbro a sus grandiosas reescrituras. Esas rubias sureñas, jóvenes y tontas; los tipos que se enamoran de sus vecinas o compañeras de trabajo; las señoras insatisfechas que se acuestan con jóvenes latinos o sofisticados chantas. La psicología que no soluciona nada y la vida que es una porquería pero debe vivirse. Si algo de todo eso aparece, para mí ya está.

Y, por ese mundo anda Boris, el físico cuántico que se separa de su mujer porque se lleva demasiado bien, que maltrata a los niños para demostrarles su superioridad, que renguea por culpa de aquella vez que se quiso matar y no pudo y que no puede andar por la vida sin dejar de ver al mundo con sarcasmo. Un poco, como lo vienen haciendo los personajes de Allen desde 1966, aproximadamente.   

Pero, aquí, Boris va más allá: es extremadamente agresivo. Con el público, sobre todo. Porque, al igual que lo hiciera en sus comienzos, Allen tira abajo la cuarta pared y hace que su personaje mire a cámara para cantarnos las cuarenta mientras comemos pochoclo. Afortunadamente, llega Melody, la ingenua y hermosa del cuento y el tipo se ablanda. Por un momento, cambia.

El amor, esa melodía de jazz o ese breve beso que se enfrenta a una nueva fábula oscura y amarga. ¿Eh? ¿Qué ya lo hizo? Genial, entonces.

 

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