Cuando era un niño -allá lejos y hace tiempo-, las películas en 3D eran una bazofia. En su mayoría, historias de suspenso o terror clase B construidas alrededor de un par de escenas sangrientas. Guionadas en una oficina de producción de cuatro metros cuadrados, a los apurones, con el único objetivo de arrastrar a niños y adolescentes hacia la novedad.
Si mal no recuerdo, “Tiburón III” (en el afiche, al 3 del título se le sumaba la letra D) y alguna de la serie de “Martes 13” fueron dos de esas pelis que llegaron al viejo Gran Rex, aquel templo de la fantasía donde por un billete veías un film recontra baqueteado, con un largo recorrido por la provincia; junto a un estreno no tan reciente.
Para un pibe que se pasaba días enteros recorriendo las páginas planas de un cómic, la tercera dimensión era algo increíble, revolucionario. De repente, la ficción podía ser tocada. El cine, esa mentira encantadora.
Y, así me encontraba (así me veo), hundido en la inmensidad de la butaca, devorando la insuficiente caja de maní con chocolate mientras la rata camina asustada hacia cámara; la cuchilla corta el extremo de mi flequillo y el brazo del pobre bañista se detiene sobre el coral, a centímetros de mis pies. Por las dudas, los levanto, no sea cosa que me roce.
Obviamente, a los diez años no me daba cuenta que la calidad de esos efectos era bastante mala, aunque algo sospechaba. Una película filmada con un tipo determinado de lente es invadida por una imagen estática, registrada con otra iluminación y pegada con Boligoma sobre los fotogramas originales. O sea, un desastre. Pero, convenía hacerse el tonto y disfrutar durante un par de horas.
Más allá de la excitación provocada por el invento, para los enfermitos como yo, ponerse el lente bicolor (un celofán rojo, el otro azul) era algo habitual. Por aquellos días, la revista “Anteojito” colaboraba con el marketing de la tercera dimensión a partir de unos gráficos un tanto psicodélicos, los que me permitían pegarme un breve y efectivo viaje hacia los sesenta. Horas y horas, mirando espirales, laberintos, cabellos al viento y unicornios. Había una contra. Para los chicatos (y yo lo era), la experiencia no resultaba tan agradable dado que, dependiendo de la complejidad del dibujo, las ganas de vomitar aumentaban o disminuían. Pero siempre estaban.
Y todo era un juego. El que finalizó con el tiempo (el mío, sobre todo) y los avances tecnológicos. Llegó el VHS; luego, el multisala. En el medio, nuevas generaciones de espectadores pochocleros que ni se asomaron a los autocines o a los lentes de cartón. Esos mismos espectadores hoy se desesperan por ver las propuestas en 3D. Hacen largas colas y se desilusionan cuando la sala más equipada no tiene localidades.
Porque, se habrán dado cuenta, hoy todo está en 3D. Fundamentalmente, el cine más caro, los llamados tanques, se filman o se pos producen en el “nuevo” formato estrella.
Como sucedía con aquellas películas de comienzo de los `80, las historias no importan demasiado, sólo interesa el artificio. Ahí va, un rebaño oculto, tras unos lentes como los de Willy Wonka.
En eso se ha convertido el 3D de hoy. En ficciones que mezclan variados géneros, en secuencias construidas alrededor de la pantalla verde. Guiones pensados por demás son escritos en oficinas lujosas, con el único objetivo de arrastrar a niños, adolescentes y adultos hacia una falsa novedad.