Literatura

Soy Mano: Con ojos de niña

por Graciela Labale

12 de agosto de 2023 - 11:14

“Cuando éramos niños los viejos tenían como treinta, un charco era un océano, la muerte lisa y llana no existía…” Mario Benedetti.

Una nota periodística de esas que anuncian el desembarco de una cadena de comercios en Pilar, ver su cartel sobre colectora a unas cuadras de mi casa, resultó muy emotivo para mí. Quizá a ustedes, queridas lectoras y lectores de esta columna, en medio del poco entusiasta clima electoral que supimos conseguir a 40 años de la recuperación de la democracia y con una sociedad conmovida por noticias terribles que sacuden fuerte, les parezca una soberana boludez. Pero paso a contarles para que quizá puedan comprender un poquito.

Nací en 1950, vengo de una familia de clase media trabajadora, soy la única hija de una maestra y un bancario que contaban con algunos privilegios como lo eran una muy buena obra social y la posibilidad de vacacionar en hoteles sindicales propios o adheridos en distintos puntos del país. Después de algunos veranos en Córdoba, y yo ya con 4 años de edad, recalamos por primera vez en el mar. Mar de Ajó fue el lugar elegido. Como no teníamos auto, viajábamos en un micro de “Empresa El Alba” con horario de salida pero no de llegada. Solo estaba asfaltada la ruta 2 a Mar del Plata, prerrogativa de la que se gozaba hasta Dolores, luego había que desviar y ahí se entraba en la dimensión desconocida. La ruta 11 era de tierra y si había llovido se circulaba a paso de hombre. Y ni hablar del traslado del micro al hotel, había unos carros taxi, tirados a caballo, que nos cargaban a nosotros y al equipaje. Imaginen una legítima aventura para una pibita porteña. La fecha de salida dependía de las vacaciones de mi viejo ya que mamá por su actividad estaba libre. A mi papá le gustaba salir el 5 de enero a la noche y yo no sabía entonces muy bien por qué.

Una parada obligatoria en Chascomús de madrugada, para ir al baño, los micros no contaban con toilette, era lo más. Imposible no mandarse en “Atalaya”, un buen café con leche con unas medialunas únicas. Era parte de la ceremonia. Eso sí, papá llegaba unos minutos después, porque según decía iba al “servicio” primero. Pero ese ritual encerraba un misterio maravilloso. Claro, era la noche de Reyes y él era el encargado de organizar la historia. Cuando los choferes anunciaban que había que volver a subir al bondi, con las luces prendidas y para mi sorpresa en el asiento encontraba el regalo que habían dejado los Tres Magos de Belén. Nunca voy a olvidar aquella primera vez, encontré el roperito que tanto deseaba con la ropita de la muñeca. Flora y Amaro fueron los mejores “magos” que pude tener. Ahora ¿entienden mi emoción? Las medialunas no sé si son iguales, ni el café con leche, nada en esta Argentina que duele es igual. Pero “Atalaya” para mí seguirá teniendo la misma magia de entonces. Hoy por hoy mi único deseo es que mi nieta Antonia pueda vivir algo de aquella ilusión.

Y yo quiero volver a ver el mundo con los ojos de la niña feliz que fui.

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