Serían, más o menos, unos doscientos mil dólares, un poco más… cuarto de millón pongamos, en plata argentina por supuesto. Éramos jóvenes, el dinero estaba ahí, no era muy difícil ir una noche y agarrarlo. Cebó el mate, me lo alcanzó. Se reclinó hacia atrás en su asiento. Miró todos los libros de la biblioteca, de un pantallazo. Como decía, éramos jóvenes, soñadores, queríamos irnos de Pilar, de Buenos Aires, del país si se podía… a Europa, a una playa en el Caribe… era con lo que se soñaba en aquellos años. Miraba por el ventanal que daba al parque. Una mora vieja, enorme, sombreaba casi la mitad del terreno. Habría que hacer una historia de los sueños, dijo… qué idealizaba cada época. En la noche medieval se soñaba con Roma… ahí están las pinturas de Veronese; Dante, en la Comedia, se pasea con Virgilio de la mano. Me miró. Perdone, dijo y se levantó. Creo que terminó la hora del mate. Era mucha plata, agrega mientras camina hacia la cocina.
Me puse de pie. Me acerqué a la biblioteca. Había llegado hasta aquí, hasta este barrio a las afueras de Open Door, para que me hablara de sus libros, de su vida. Había empezado a escribir una nota sobre sus novelas. Linari, el escritor olvidado, la había titulado. Pero ahora pensaba en una biografía. Era la tercera entrevista. No le gustaba mucho hablar de sus libros. Se perdía en anécdotas, en historias de su pasado.
Venía un ruido de vasos, desde la cocina. Miré el lomo de una vieja edición del Cancionero de Petrarca.
Leía a Ponson du Terrail, dijo. Apareció con la bandeja. Los vasos con hielo. La jarra llena de vino blanco. A Roberto Arlt, agregó. Me fascinaba todo ese mundo. Apoyó la bandeja, en el escritorio. Pero una cosa son los delirios, las fantasías… esto era real. Entonces me contó lo de su trabajo. Tenía diecisiete años. Trabajaba en una mesa de dinero. Era la década del ochenta y la hiperinflación había enloquecido los precios. Nadie quería tener el dinero encima. Lo cobraba y lo gastaba, al instante. Al día siguiente ya no se podía comprar ni la mitad de las cosas.
Sirvió el vino, en los vasos. Traíamos de Buenos Aires, dos, a veces tres veces por semana, unos cien, ciento cincuenta mil dólares; entonces había días en que se juntaba un cuarto de millón… casi siempre jueves o viernes. El dinero quedaba en una caja de hierro, sin combinación, se abría con una llave. Era una locura, dijo. Le dio un sorbo al vaso de vino. Miró hacia el parque. Hoy lo pienso y era una locura… me refiero a la relación que teníamos con la plata, era como una mercadería, como las papas en una verdulería, como los paquetes de yerba en un almacén, algo así era; un comercio, un negocio donde la mercadería eran los billetes, los fajos de dinero.
Toqué la pantalla del teléfono, encima del escritorio, para ver si estaba grabando. Le di un sorbo a mi vaso de vino. Todos los comerciantes de Pilar venían a cambiar un cheque, dos cheques por semana, seguía: pedían mil, hacían un cheque por mil doscientos… eran más o menos los porcentajes… Nosotros, con Julián, éramos como una especie de clearing; íbamos al centro a buscar la plata. Julián tenía veinticinco años, pero yo lo veía como alguien mayor; estaba un poco loco. Vamos a robarnos Claudito, me decía. Cómo vamos, le preguntaba yo. Setenta treinta, me decía.
Ahora se ríe, con esa risa perdida hacia dentro de los años, de los recuerdos. Mira por el ventanal. Se queda en silencio. Hermoso árbol, le digo, para traerlo de vuelta. ¿Es una mora?, pregunto. Sí… Se puso de pie. Caminó hasta el vidrio. El vaso en la mano derecha. Hudson les decía morera. Le dio un sorbo al vaso… esos libros increíbles, agregó; va… a lo mejor eran las traducciones; Hudson se fue de las pampas cuando era joven, a fines del siglo diecinueve, y escribió en inglés; los traductores ponen morera… hay que ver cómo las pensaba él. Se dio vuelta y me miró. Cincuenta y cincuenta, le dije yo, sigue contando. Julián se reía. Es mucha guita, Claudito, me decía. Sí, es mucha, le contestaba yo, pero en la agencia hay más… los fines de semana queda ahí… y es mucho más… el doble, vamos cincuenta y cincuenta. Julián manejaba, como un loco, sobre aquella vieja Panamericana de macadán, de dos carriles, iba como a ciento setenta, se reía, me miraba, no sabía hasta dónde le hablaba enserio, tampoco yo lo sabía.