Mister Ed

por Acho Del Río

31 de mayo de 2010 - 00:00

 

Me lo contó mi madre, las madres no mienten. Mi madre es la persona que me devuelve la fe en la humanidad. No puede ser mentira.

No brindaré detalles tales como locaciones ni otras cuestiones espacio-temporales. Dirán que esta historia carece de rigor. Si no ofrezco más datos es porque temo preguntárselos a mi madre… las madres no mienten.

Un hombre y su caballo. Es una historia triste, más triste aún porque no le importa a casi nadie.

Eduardo cargaba con sus penas y a diario aplazaba por unas horas su derrotero parando en los bares. Llegaba, saludaba a los parroquianos, hablaba poco, se emborracha, nada de otro mundo.

Tenía un caballo, zaino. Después de unas copas, Eduardo salía a la calle y descargaba su ira contra el animal. No es que el bicho se le empacara ni nada. Eduardo sacaba su rebenque y le entraba con ganas. El asunto se le había hecho costumbre. Nadie le decía nada. Al fin y al cabo era su caballo y en los bares orilleros, de esos que ya no quedan en Pilar, no se andan cuestionando las miserias ajenas.

Quién iba a decir que unas pocas palabras iban a callar a ese hombre, ya de por sí, de pocas palabras. Ritual; Eduardo entró al bar, saludó casi entre dientes, se sentó, se emborrachó. Casi todos sabían lo que venía después. Y lo que venía después llegó un par de horas más tarde. Eduardo se para, tantea el rebenque y enfila para la calle.

Era otoño, no hacía mucho frío pero sí había niebla. Fiel a su estirpe gaucha, sacó el rebenque y entró a darle, una, dos, y dale que dale contra el animal. 

Esta historia me la contó mi madre, las madres no mienten.  

El animal siempre pareció aceptar estoico su destino. Sumiso, ya ni siquiera se quejaba. Que era irracional el castigo al que era sometido, sí lo era; qué había hecho esta vez para recibir semejante castigo, nada. Hasta me atrevería a decir que lo palos ya ni le dolían.

Pero esa noche, mientras su amo hacía equilibrio es sus piernas para afirmarse para otro brutal castigo, el animal giró su cabeza, miró hacia donde estaba su verdugo eterno y con lágrimas en los ojos le dijo, sí le dijo: “pará, no me pegués más Eduardo”.

La frase frenó en seco al gaucho castigador. Hay pocos testigos, es cierto, la historia carece de ciertos rigores, pero no se olviden que me la contó mi madre.

Eduardo no volvió a hablar nunca más con nadie. Es cierto que era un tipo de pocas palabras. Pero poco es una cosa y nada es otra bien distinta. ¿Enmudeció por el shock que le causó escuchar las palabras de la bestia?, no podría asegurarlo. ¿Se volvió loco?, tal vez. Lo cierto es que simplemente no habló más, nunca jamás. Siguió su vida casi con normalidad, un poco más sombrío que de costumbre.

Esta historia me la contó mi madre, las madres no mienten....  

 

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