¿Es o no es? La obra de Carlos Antonio fue corrida de lugar, pintada encima y sufre por los grafitis.
por Víctor Hugo Koprivsek
Los mitos vienen rodando por el tiempo, cruzan de generación en generación, se van armando de andanzas, de viejas anécdotas relatadas.
Así, de bar en bar, de esquina en esquina, llegan hasta nosotros.
Los mitos inundan los barrios, son historias de sobremesa, nombres, cosas de ayer.
A continuación uno derquino, uno que tiene como protagonista a una escultura y a su autor.
En la plaza central que lleva el nombre del fundador del pueblo, Antonio Toro, allí en su centro, estuvo erguida hacia el sol durante muchos años la obra del artista y vecino de Derqui llamado Carlos Antonio.
El hombre vivía en una casita sobre la ruta 234, según recuerdo siempre había patos, cisnes y pavos reales en su patio, justo frente al barrio Las Lilas.
Mucho no sé del tipo, apenas comentarios, cosas del mito.
Algunas mujeres, “chicas bien” de la época, lo señalan como un gran piropeador.
Otros, compañeros de aventuras, lo ubican en el rubro de los hábiles cazadores de doncellas. La cuestión es que el mito llega.
Sus obras alcanzaron renombre y hasta cotizaron a muy buen precio, dinero que el amigo utilizaba para celebrar en ricas comidas y tertulias memorables, la bohemia. Cosas que se dicen.
Lo cierto es que una vez, según palabras del viejo loco que reparte postales en el tren entre José C. Paz y Astolfi, a Carlos Antonio le encargaron que realice una escultura en homenaje a algo. ¿Fue para algún aniversario del pueblo? ¿Por la Guerra de Malvinas? ¿Para el Día de alguna Madre?, vaya uno a saber.
La cuestión es que se inauguraría en el medio de la plaza.
¿Qué hizo el amigo?... un miembro viril masculino, sí señora, un falo, pene, chimbote, en fin, una pija y disculpen si les retumba la palabra, si les molesta el ruido.
Según el mito, nadie entendió nada, aunque seguramente algunos sospecharon.
Y como suele ocurrir en esos casos, la cosa siguió con aplausos y palmadas en el hombro.
Esto pasó hace más de 20 años y hace apenas cuatro o cinco, cuando el secreto ya no era tal, gente de la Municipalidad corrió la escultura del lugar (intentando esconderla detrás de unas palmeras) y la pintó de dorado (muchachos, las esculturas no se pintan, diría la tía Yoly).
Tal vez pensaron: -¡¡Esto no puede ser!!! ¡¡Y en el medio de la plaza central, qué desfachatez!!
En verdad que a muchos derquinos no nos gustó nada que la hayan corrido, y menos aún que intenten quitarla definitivamente. Es un mito derquino.
Carlos Antonio ya murió. Pero cuentan que un claro mediodía con un sol otoñal entibiando las veredas de la Avenida de Mayo, mientras el pueblo se preparaba para algún acto político con palco y todo, tiempo después de la colocación de la estatua, Carlos Antonio andaba desde temprano recorriendo la ciudad, quizás de compras, sin perder la ocasión de empinar en el mostrador el toc toc de una grapita que bien pudo ser en lo de Gómez López.
La cosa es que con el jopo despeinado y el saco a medio prender, el artista atravesó la calle principal y quiso subir al palco. Entonces un aprendiz de buchón, un comedido con aspiraciones políticas, le salió al cruce impidiéndole el paso.
-Perdón… y usted ¿quién es? le dijo con soberbia.
-¿Yo quién soy? respondió el artista con las manos en el bolsillo relojeando la camisita rosadita del funcionario de turno.
-¿Yo quién soy? volvió a repetir… ¿usted quién es?
-Yo soy fulano de tal y ocupo el cargo de bla bla bla bla (la historia en su magnánima piedad traspapeló los datos del cuidador del orden público).
-Y yo soy el escultor del pueblo, por eso puse una pija en el medio de la plaza!- contestó el vecino.
Los mitos llegan, son retazos encendidos, leyendas con cosas que se les fue pegando en el camino, colores que la vida suma. Están llenos de interrogantes, de curiosidades, de fantasmas. Son verdades que el tiempo cura.
Derqui es un gran mito. Y la escultura de Carlos Antonio, ya forma parte de la osadía de nuestra identidad.